Nadie en los tendidos. Nadie ni nada. Tarde sin abril. Tarde de farolillos callados... ¡acallados! Ni una cruz en el albero, ni una bandera al viento. Solo el aleteo de las golondrinas. De negro. De luto. Me giro y cuelgo mis dos ojos de una puerta de toriles que no se abrirá.

Por toriles tomo el camino de vuelta al campo. A la primavera. A la charca y a la encina. Una primavera mustia, sin vocación de fiesta. Casi sin primavera. Tentaderos envueltos en pesadumbre. Sin alas. En la soledad emplomada de las vacas que no volverán a ser madres. Y allá, donde se quiebra (lánguido) el horizonte, cabalgando penas, va, de corto, el ganadero; y, tras él, la ruina en un corcel vestido de noche.

Quisiera volver. Volver a la plaza, al sorteo de la mañana, a la liturgia de los corrales. A los bares, a los corrillos, a las tertulias,... ¿Volver a vivir cuándo? Volver a pintar de rojo sangre las rayas del tercio, volver a mi sillón de tendido, volver a encender mi habano, volver al vuelo alegre de los pañuelos blancos, volver a mi gente,... ¿Volver a respirar cuándo?

A última hora de la tarde, en la dehesa, está echado el mal fario. Se malicia el llanto en la brisa, en la vista que se pierde, en los cercados que van quedando vacíos. Como si nos hubieran partido el alma. El toro en majestad (por última vez). Nunca más. Ese toro bonito nunca más. Nunca más su estampa soberana sobre un mar de olas verdes. Porque al alba será... Porque al alba será cuando suene, a lo lejos, el motor de un camión. Suene como suene, sonará a marcha fúnebre. A funeral. A punto y final. Un camión sin promesa alguna de gloria. Un camión con el destino embargado se lleva los cinqueños. En los papeles alguien ha escrito: desesperanza... Al peso. Solo carne al peso.

En los estantes, mis libros. Letras para leer con los ojos cerrados, volando de plaza en plaza, en el alboroto de la fiesta. Y, sin embargo, este año se me antojan letras como estocadas. Letras de sal en la herida abierta. Cuanto más leo, más me va apretando la tristeza de mañana. Coria sin San Juan. San Fermín sin encierros. San Isidro sin palomas al vuelo. San Sebastián sin bahía. Y rezo en capillas sin toreros. Leo de toros y, mientras leo, suena, en mi angustia, «Martín Agüero» como solo suena en Bilbao. Suena porque este año no ha de sonar. Y al leer, del campo a la plaza, me va pudiendo el desconsuelo de saber que un toro --un solo toro basta-- ha muerto en lo oscuro. Sin tarde, sin clarines ni timbales, sin pelea, sin triunfo, sin pasodoble... Sin que restalle «Maestranza» cuando rompe el paseíllo en Sevilla.

En un polígono cualquiera, en un cruce de caminos, una señal marca, macabra, el destino final de lo bravo. Matadero. Un camión de bravo a las puertas de un matadero. Matadero. Ocho letras sin apelación. Cúmplase la sentencia: morir a lo manso. Muertos a pistola, por la espalda, como se ejecuta a los traidores. Ley de fugas para un toro bravo. Sin rito. Sin romero en la solapa. Sin capotes ni muletas. Sin ni siquiera una mala lagartijera. Sin sol. Sin esperanza. Sin gloria. A esportón cerrado. En lo oscuro. Y en eso, yo, que sigo leyendo letras de torería, siento, a cientos de kilómetros, el escalofrío de la muerte: ¡acaba de morir un toro bravo en un matadero! Ha muerto un dios gigante atropellado por enanas razones.

Y, allá en el cortijo, un mayoral cuenta que hoy, al alba, ha nacido un becerro; y, al contarlo, una lágrima furtiva le parte el rostro.