No dedico mucho tiempo a ver la televisión. Soy de esa generación que encuentra más razones para el entretenimiento light en la tableta, el móvil o el ordenador que en la propia caja catódica. Pero reconozco que, como soporte, es genial, por su definición y dimensiones, y también por lo versátil que puede llegar a resultar como instrumento de comunicación.

Creo que, a día de hoy, no hay nadie que cuestione su capacidad de influencia sobre el público. Y es que -no hay que olvidarlo- es el elemento tecnológico que preside las salas de estar de la mayoría de hogares del mundo desarrollado. Y, ya sólo por eso, tiene mucho terreno ganado con respecto a otros cachivaches a través de los que recibimos información.

También es verdad que los nuevos artilugios digitales van ganando, día a día, más y más terreno a un soporte poco portable como es la televisión. Porque el móvil nos acompaña a donde quiera que vayamos, pero la tele está anclada, y esto limita nuestras posibilidades de acceso a ella fuera de un determinado espacio. Pero, así y todo, la tele sigue siendo la reina del entretenimiento ligero. Y lo triste de ello tiene que ver con que se innova en el soporte, se ofrece una nitidez apabullante en la imagen y una afinación total del sonido, pero se hace poco por mejorar el contenido de una parrilla que, comúnmente, navega entre lo paupérrimo y lo cuasi delictivo. Porque hoy tenemos más canales entre los que elegir que hace unos años, pero, tanto los de antes como los de ahora, están saturados de morralla. Y, en ocasiones, no de morralla inofensiva, sino profundamente nociva para la salud mental de la población y para la salud cívica de la sociedad, por los ejemplos de vida que se ofrecen. Y lo peor es que la programación se sirve al gusto de la audiencia.

ES DECIR, que no podemos buscar a los culpables del estercolero en los despachos de los directivos de los canales, exclusivamente. Porque quienes elegimos somos los televidentes. Porque nosotros somos los que apretamos uno u otro botón. Y las estadísticas, las mediciones y el share revelan que devoramos el peor menú de los que se ofertan en la carta, y que, además, después nos rechupeteamos los dedos mientras comentamos la jugada en Twitter.