Escritor

El asunto de la incorporación de Guadalupe a una diócesis extremeña no debe tratarse de una manera demasiado apasionada o exaltada, pues entran en juego una serie de variantes que deben irse ajustando. En todo caso, lo principal está en marcha: la petición de los obispos extremeños obra ya en la Santa Sede.

Pero es necesario recordar que las voces que se han alzado para manifestar la oportunidad de que el Santuario con la Puebla y Villa dejen de pertenecer administrativamente a Toledo no han tenido el menor tinte político, en el sentido reivindicativo o regionalista exacerbado de la palabra. Por el contrario, ha imperado siempre la cordura en este tema, tanto en los artículos aparecidos en la prensa regional, como en los de este periódico y en las diversas entrevistas de radio que se ha tratado. No hay pues motivos políticos de ningún tipo en el deseo de los extremeños de que su Patrona pase a depender administrativamente de una diócesis de la provincia eclesiástica que comprende la mayor parte del territorio de la región. Ni tampoco se observa un localismo sesgador o chovinista, en el sentido de pretender una exclusividad extremeña hacia la advocación de santa María de Guadalupe. El extremeño no es de esa manera. Nuestra historia se ha forjado con sueños de universalidad. No en vano invocamos a la Virgen como Reina de la Hispanidad.

La pretensión de que Guadalupe sea administrativamente extremeña parte de una pura lógica que no puede ser más eclesial, si entendemos lo eclesial como lo perteneciente o relativo a la comunidad cristiana. Por una razón de elemental eclesiología, desde el principio hasta nuestros días, en la constitución jerárquica de la Iglesia se ha dado singular valor a las iglesias particulares. Y las iglesias particulares, según el Código de Derecho Canónico, "son principalmente las diócesis". Por diócesis entendemos "una porción del Pueblo de Dios cuyo cuidado pastoral se encomienda al obispo".

El pueblo cristiano de Guadalupe es y se siente extremeño, por identidad y por ubicación. Otra cosa diferente es la inercia de la historia, que une al monasterio con Toledo por un mero lazo administrativo. Pero el día 8 de septiembre, como en las principales fechas del calendario litúrgico, en la basílica la inmensa mayoría de fieles provienen de las diócesis de Mérida-Badajoz, Cáceres y Plasencia. Nadie puede poner esto en duda. Lo lógico, pues, sería que tales actos fueran presididos por un pastor que ejerza su ministerio próximo a su pueblo. Es decir, que las celebraciones religiosas, que se resumen en la congregación del pueblo fiel con su pastor (obispo), deberían ser presididas por un ministro que conozca, sienta y viva desde cerca a su pueblo.

De no ser así, se produciría lo que durante años ha venido sucediendo el día 8 de septiembre en Guadalupe con el anterior arzobispo de Toledo (de lo cual he sido testigo año tras año), que el presidente de la celebración estaba por completo ajeno a la realidad de los fieles que abarrotaban el templo; alargándose en unos sermones etéreos, en los que no había ni la más mínima mención al patronazgo de la Virgen de Guadalupe sobre los extremeños, ni a la realidad Extremadura que celebraba su fiesta regional en torno a María.

Con gran respeto, el pueblo cristiano extremeño confía en que Roma sabrá solucionar sabiamente este asunto, en bien de nuestra fe y del culto a la Santísima Virgen.