Hace un par de días me encontré, sin buscarlo ni esperarlo, con una airada discusión sobre un tema de actualidad, por las fechas de inicio de los colegios e institutos en que nos encontramos. Las dos personas que discutían con gran entusiasmo parecían querer llevar la razón y, por ello, cada una defendía su postura argumentando lo que consideraba en su momento, para convencer a la otra de que no tenía nada que hacer en aquella animada contienda.

El tema no era menor porque se trataba de si era conveniente o no, de si era bueno o malo, aconsejable o no recomendable que los chicos y adolescentes llevaran el móvil a los colegios e institutos.

Defendía con ahínco una la idea de que, el mero hecho de prohibir algo no iba con lo que debía entenderse como pilar fundamental donde debiera basarse la educación, que es la libertad. La prohibición es cosa del pasado -decía-, algo que debe abolirse de cualquier sistema que defienda el progreso y la libertad del individuo.

Y seguía defendiendo su postura diciendo que los chicos de hoy se han criado con el móvil en sus manos y tienen conexión abierta y continua con el mundo entero a través de internet. Argumentaba que el trabajo de los alumnos en las clases se vería complementado perfectamente con el uso de los móviles, que los estudiantes llevarían al aula. Sería como una herramienta más que utilizarían siempre bajo el control y supervisión continua de sus profesores para que su uso fuera el adecuado. Además, en caso de necesidad, podían tener conexión los niños con sus padres, enviándoles un WhatsApp o mensaje, incluso a través de una breve llamada telefónica. Así se sentirían también los chicos más seguros, -afirmaba la primera persona que hablaba-.

Enseguida que pudo, y con la misma intensidad y ganas que la primera, intervino la segunda, quien se asombraba de que aquélla basara el concepto de la libertad en la educación en el mero hecho de que a los alumnos se les permitiera o no llevar el móvil a clase. Le parecía imposible que defendiera la opción de la permisividad cuando -decía-, un adolescente con un móvil en la clase suponía un peligro para la integridad de muchos de sus compañeros, e incluso de los propios profesores.

No había más que escuchar las numerosas noticias donde se hablaba de los adolescentes que se dedicaban a grabar imágenes de peleas, de aulas, de profesores que luego subían a la red sin permiso alguno, y lo usaban como herramienta para acosar a otros, incluso estando prohibidos los móviles en las aulas.

La segunda persona decía que no se quería imaginar los recreos de los institutos y colegios llenos de alumnos enganchados a los móviles. Sobrarían, entonces, pistas de deporte en casi todos los centros. Afirmaba también esta segunda que, para conectarse a internet y trabajar con ordenadores, ya los tenían en los centros, con ‘tablets’ y conexiones inalámbricas que, a gran velocidad, podían los alumnos trabajar perfectamente con esas nuevas tecnologías en la misma clase. En cuanto a lo de llamar por teléfono a casa, decía, hay más de cuatro o cinco líneas en cada centro para, en caso de necesidad, ponerse en contacto con las familias de los alumnos. Y, además -añadía-, bastante era el tiempo que dedicaban los adolescentes al móvil durante el día como para llevarlo también en las horas del colegio.

Las dejé todavía encendidas y airadamente discutiendo sobre el tema. Las dos, sin duda alguna, creían tener razón porque cada una defendía su postura con mucha convicción, pero la verdad es que las dos no podían tenerla, ya que defendían cosas totalmente antagónicas. O con móviles en las aulas, o sin ellos. No sé si os resultará difícil qué postura apoyar, si a la primera persona, que defendía llevarlos, o a la segunda, que abogaba por dejarlos en casa. Yo, enseguida lo tuve claro.

*Profesor.