El movimiento del 15-M se enfrentó el pasado domingo a su gran prueba, la que podría ser decisiva para el devenir de esta contestación.Y lo era porque los graves sucesos del pasado miércoles en el parque de la Ciudadela, donde está enclavado el Parlamento de Cataluña, amenazaron con echar por tierra todos los argumentos de los indignados y cuestionaron el papel que pretenden desempeñar dejándoles aislados. La normalidad con que se desarrollaron las manifestaciones en prácticamente todas las capitales de provincia de España, con decenas de miles de ciudadanos participando en ellas (más de 3.000 entre Cáceres y Badajoz), y en las que los propios convocantes se hicieron cargo de la seguridad para evitar la infiltración de provocadores, pone de manifiesto que lo que ocurrió el día 15 fue producto, sobre todo, de la bisoñez política de los organizadores. Esa mmás que notable participación ciudadana responde, probablemente, a que se ha entendido que aquellos incidentes fueron una anomalía ajena al espíritu del movimiento.

El domingo quedó claro cuál es el camino que debe seguir el 15-M si quiere participar en el futuro del país. Tiene que organizarse y canalizar y concretar sus propuestas -una que se discute es la de convocar una huelga general para el 15 de octubre--, asumiendo el inevitable riesgo de parecerse a los partidos que tanto critican, huyendo de todo lo que huela a algarada y a inmadurez.

Si el establishment y sus aledaños persisten en mantener los sucesos del Parlamento de Cataluña como elemento fundamental de su análisis del fenómeno de los indignados cometerán un grave error. Las medidas de ajuste fiscal que se aplican en España y en toda Europa para combatir la recesión y los efectos de la propia crisis han hecho aflorar las quejas de quienes prefieren no resignarse y se manifiestan como indignados. Sería torpe obstinarse en no entender lo que ocurre y reaccionar ninguneando a quienes se movilizan y lo que representan. Sería una actitud propia de quien se siente amenazado.

Una buena parte de las reivindicaciones de los indignados son razonables porque, en definitiva, lo que denuncian es la pérdida de calidad del sistema democrático. Haríamos muy mal consolándonos ante la creciente abstención electoral de las últimas convocatorias con la excusa de que es algo común en las democracias maduras. O haciendo oídos sordos a las papeletas en blanco de ciudadanos que expresan con ellas tanto su disconformidad con las opciones electorales como su interés por la cosa pública. Los políticos profesionales deberían meditar sobre la necesidad de integrar esos anhelos como ya ocurrió durante la transición, cuando partidos e instituciones supieron asumir y canalizar lo que estaba en la calle. Entre todos.