No se me quitan de la cabeza las imágenes de María José Carrasco cuando su marido, Ángel Hernández, le pregunta si de verdad ha llegado el momento de dejarlo todo y ella asiente y responde casi sin aliento: «Cuanto antes». María José padecía desde hacía 30 años esclerosis múltiple y la degeneración de su cuerpo casi inmóvil y el dolor adormecido a base de morfina le hacían insoportable estar por más tiempo en este mundo. Ángel, al fin, decidió el miércoles pasado ayudarle a morir, pero, a la vez, optó por provocar un aldabonazo en la conciencia de este país dándole publicidad a un caso de desatención manifiesta ante una muerte digna y la inexistencia de una legislación que le ampare. Grabó un vídeo que facilitó a algunos medios de comunicación y dio visibilidad a un suicidio asistido a la vez que llamó a la Policía y se entregó asumiendo toda la responsabilidad por administrar a su pareja en un vaso el pentobarbital sódico que ella misma había comprado por internet un año antes, cuando todavía podía mover las manos. Fue detenido y llevado a los calabozos de la Policía hasta que una juez lo puso en libertad el jueves sin medidas cautelares pero teniéndose que presentar en el juzgado cada vez que se le requiera para la instrucción del caso.

Estoy convencido de que ha habido más gente en este país que ha tenido que acudir a la ayuda clandestina de segundas o terceras personas para morir ante una enfermedad irreversible y un dolor insoportable. Pensar lo contrario sería pecar de ingenuo y no estar en este mundo, pero es cierto que desde el caso de Ramón Sampedro, el tetrapléjico gallego que se suicidó con la ayuda de una amiga hace ya 20 años, ningún otro caso había cobrado tanta atención social ni había generado tanto debate. La tarea de Ángel Hernández ha sido darle sosiego a su mujer, sin duda, pero también poner de manifiesto de una manera dura y sin metáforas dulces que nuestro país tiene un problema social sobre el que, sin más remedio, tiene que legislar más pronto que tarde. No veo a este señor como un héroe como han dicho algunas voces, sino como alguien bueno que, como él mismo dice, no tiene creencias religiosas y entiende que llega el momento de la generosidad para con quien está sufriendo sabiendo que no hay marcha atrás y que lo que viene (después de 30 años) es todavía peor.

ES respetable que haya personas en contra de la eutanasia como las hay en contra del aborto. Incluso que genere problemas de conciencia en algunos médicos o facultativos. Es obvio que una persona de fuertes creencias religiosas no pueda admitir un suicidio asistido si para él la defensa de la vida está por encima de cualquier otra cosa. Pero un Estado laico como el nuestro no atiende solo a esas personas, ni ellas son las que deben imponer su moral al resto de la ciudadanía. La eutanasia no entiende de ideologías, es estúpido atribuirle un posicionamiento político como algunos han pretendido o hacer una guerra partidista por este motivo.

Siempre que se pone encima de la mesa este derecho o esta prestación se saca a colación que el problema de base es la falta asistencial que existe en este país a esos casos extremos de enfermedad terminal donde los cuidados paliativos y la atención especializada no llega al cien por cien de las personas que lo necesitan. Sin embargo, habrá que decir que, aún siendo así, aún llegando a una atención generalizada de todos cuantos necesitan de estos cuidados, debería existir una legislación específica sobre la eutanasia porque, tarde o temprano, habrá casos que lo pidan y porque, visto lo que ha generado el caso particular de María José Carrasco, la sociedad mayoritariamente demanda que estas muertes no se produzcan bajo sufrimiento y en la casa particular de cada uno.

Lo ideal sería encontrar el acuerdo de todas las fuerzas políticas, pero vistos los antecedentes no parece probable. Echar balones fuera con que solo hay tres países en la Unión Europea (Holanda, Luxemburgo y Bélgica) con la eutanasia legalizada no es más que una excusa. El asunto está encima de la mesa, en realidad lo ha estado siempre, pero esta vez la visión de María José Carrasco rogando a su marido poder marcharse y acabar con su sufrimiento ha puesto de manifiesto que, al margen de las conciencias y las ideologías, está la dignidad de las personas. No creo que nadie pida una condena judicial para Ángel Hernández y no creo tampoco que nadie, aún viéndolo culpable, quiera imponerle una penitencia que ya ha vivido junto a su esposa durante 30 años. Ahí radica el fondo de la cuestión, en una ley que no está para quien la necesita y otra que culpabiliza a quien la infringe y casi nadie quiere aplicar.