Hace 20 años, la frase «lo único peor a que se te muera un hijo es que quiera morirse», pronunciada por el padre de Ramón Sampedro, me dejó inmóvil. Estos días he visitado a mi madre, afectada por un inicio de alzhéimer, que la lleva a abrazarse a un osito de peluche y que dice que le quiere.

Recuerdo la agonía de mi padre, debido a un cáncer terminal, tres meses en que le asistí, que le fueron de más, no hacía falta pasarlos. Sigo pensando que vivimos en una sociedad en la que la muerte siempre ha sido motivo de conmoción. Nuestra cultura nos ha llevado a intentar enmascararla para creer que se domina si la negamos o la olvidamos, y de esta manera hacemos que el morir sea todavía un gran tabú. Una serie de circunstancias socioculturales en relación con la muerte hacen que vivamos de espaldas a ella. En mi interior se mezclan todo tipo de recuerdos sobre el caso de Ramón Sampedro, que tanto nos hizo reflexionar sobre la eutanasia y el derecho a morir dignamente.

Pero a fecha de hoy, muchas personas que quieren disponer de su propia vida, todavía tienen que recurrir al exilio o a la clandestinidad, y el artículo 143.4 del Código Penal, en vigor desde 1995, castiga con penas de prisión a quien ayude a morir a otro, aunque esta petición sea hecha lúcidamente y reflexionada y realizada reiteradamente por una persona con una dolencia irreversible que le provoca sufrimientos insoportables. De nuevo el eterno y enquistado debate sobre la eutanasia y el derecho a decidir, cómo queremos vivir y sobre todo cómo queremos morir.