Cuando ocurren hechos de este tipo como es la muerte de un chaval, y si además es de forma trágica, no se sabe qué decir, porque nos quedamos sin palabras, sin ideas, sin pensamientos, nos quedamos tristemente en blanco. Aunque esa muerte no es nuestra, no es de nadie de nuestra carne, ni de nuestro ámbito, ni de nuestra familia, nos damos, efectivamente cuenta, de lo tremendo de ese luctuoso hecho. Generalmente nos quedamos indiferentes, quizá con cara de circunstancias, pero no podemos comprenderlo porque no es nuestro muerto, no es nada, nadie cercano. Lo comentamos con un deje dolorido, con un fingido apasionamiento, con una lamentable y desmayada máscara de sentimiento. No nos llega la tragedia del chico de veinticuatro años que corría quizá a más de ciento sesenta kilómetros por hora hacia la curva fatal, en la carrera de Montmeló. No había ninguna señal de peligro de muerte como esa que hay o había en los transformadores de la luz, con la calavera y las dos tibias cruzadas. Tampoco hubiera valido, porque la muerte, como el título del libro del cura Martín Vigil, está en el camino, en cualquier senda o vereda. Aquí la muerte estaba en la curva, o en la moto. O la misma moto era la muerte que no perdonó la vida tan nueva del joven que tan lleno de vida, de ilusiones rodaba por el camino hacia la eterna oscuridad. Descanse en paz.