Les aseguro que me encantaría escribir sobre temas más agradables, pero, con la que está cayendo y todo lo que se avecina, me resulta imposible. El panorama es tan desolador y la situación tan desalentadora que uno no puede dejar de pensar en toda la gente que ha sufrido, sufre y sufrirá por la incidencia directa del coronavirus o por los daños colaterales que genera la pandemia. En lo que llevamos de año, el exceso de mortalidad con respecto a 2019 se acerca a las 60.000 personas. Ese incremento viene motivado por la suma del número de seres humanos que han fallecido por el efecto aniquilador del virus y, también, por esas otras personas con afecciones múltiples que no fueron conveniente y oportunamente atendidas, como consecuencia de la saturación de los servicios sanitarios del país y la deficiente administración de los recursos humanos disponibles. Sea por una causa u otra, cerca de 60.000 familias españolas han visto cómo sus vidas quedaban devastadas al perder a un ser querido por la emergencia a la que nos venimos enfrentando desde el mes de marzo. Y, tristemente, parece que el futuro que nos espera a la vuelta de la esquina no es, en absoluto, halagüeño. Porque no se intuye, al menos de momento, ni un solo rayo de luz al final del tenebroso túnel por el que hemos venido discurriendo a lo largo de los últimos ocho meses. Paralelamente, el efecto de las restricciones horarias, de movimientos y aforos se hace patente, también de manera trágica, provocando una destrucción de empleo atroz y el cierre de negocios y empresas. Y, fruto del roto de dimensiones insoslayables que se está abriendo en el mercado laboral, y de la necesidad que, cada día, se hace patente en el hogar de incontables ciudadanos, las “colas del hambre” no dejan de crecer. Esa es la realidad de nuestro país a día de hoy. Y el horizonte próximo se adivina igualmente dantesco. Ni siquiera existe una esperanza a la que asirse, aparte de las promesas pospuestas de vacunas aún no suficientemente testadas (que vienen a ser algo así como la nada servida en bandejas de plata). El caldo de cultivo es el propicio para un estallido social, del cual comienzan a advertirse indicios. Ojalá no se produzca, y pronto se halle un remedio que revierta la situación. Pero la mera observación de la realidad ya conmueve y aterra, por el mar de lágrimas derramadas, y por la mecha de indignación que se está prendiendo en unas calles en las que se escuchan rugidos de tripas y alaridos de desesperación.