Deberíamos cuestionarnos por qué el continuo bombardeo de El diario de Anna Frank en todos los medios en los últimos 50 años no se ve correspondido con la atroz muerte de Aisha al Lulu, la niña de 5 años de Gaza que falleció tras ser operada de un tumor en Jerusalén este. Ninguno de sus progenitores pudo acompañarla en tan dolorosa y cruel agonía por el simple hecho de que las autoridades israelís no permitieron que ni el padre ni la madre estuvieran al lado de su pequeña hija. Al padre, la Administración israelí le denegó el permiso para salir de la ratonera de Gaza. La madre ni siquiera recibió la autorización para obtener el carnet de identidad palestino. La pequeña agonizó atendida por una mujer que no tenía ningún vínculo con ella. Sin embargo, según Israel, no todos los muertos son iguales. Solo hay que repasar las estadísticas de muertos civiles palestinos e israelís para tener una idea de la diferencia abismal entre ambos bandos. Si se comparan las cifras de civiles menores de edad muertos, la confrontación se hace mucho más odiosa. Para el ejército israelí, la matanza de civiles de Gaza, la mayoría menores de edad, es como cazar patos con la mayoría de los muertos por disparos en la cabeza o partes vitales de sus cuerpos. A ello solo pueden responderles con lanzamientos de «armas masivas», o sea, piedras y neumáticos quemados. La horrible muerte de Aisha no es comparable a la muerte de Anna Frank. La primera es un hecho reciente. La segunda no deja de ser recordada de manera insistente con los años. La noticia de la muerte de Aisha solo ha sido mencionada de refilón, sin darle más importancia, un hecho más que refleja la dura realidad. Los muertos no son iguales y sus memorias no son las mismas. Unos las reciben por largos años, otros pertenecen al mundo de las tinieblas. Aisha y Anna pertenecen a mundos distintos.