Hay tiempos literarios y tiempos poéticos. Tiempos pandémicos y remotos. Hay tiempos fallidos, pedidos para siempre en lo profundo de un pozo ciego. Yo mido a veces el tiempo en versos, con su loca métrica, y compruebo que ese, es el tiempo más distinto y distante a cualquiera de los tiempos imaginables. Es un tiempo anhelado, necesario, vívido... precioso, como sonido de viento entre los árboles.

Esa métrica que uso como reloj de arena, es la nube en el campo de las palabras. Y es a la vez un callejón de fonemas, que como macetas de abril y mayo cuelgan del balcón de la boca, para de inmediato precipitarse en rocío. Tan delicadamente invisibles en su caída como una lágrima.

Todo este irme por las ramas es para decirles que sigo sin encontrar la palabra precisa; la voz de mi madre; el vocablo minucioso, matemático y concreto que acote el sentir de cada día.

Y es que el virus viaja a sus anchas, sin parar en los semáforos. Adora las rotondas y los toboganes. Se relame en las estanterías de piononos y mermeladas. ¡Qué incordio!

Veo morir españoles en una lluvia incesante de nombres; otra vez ese rocío de la mañana que se despeña por los balcones. Les veo morir y llover, como se ven caer las motas de polvo al trasluz, en una habitación que ventilamos al sol. ¡Qué incordio de ácaros!

Podría, en este mismo renglón, sentarme y escribir sobre los políticos que guían nuestros pasos; políticos que, por cierto, ya no se representan ni a ellos mismos. Podría escribir sobre la tan controvertida medida de sacar a los niños a pasear fuera de la burbuja protectora de sus casas. Podría aparcar la pluma de ganso y hacer garabatos sobre los médicos que no acertaron a ver la cercanía del bicho en sus consultas; podría repartir estopa contra las manadas que en desbandada llenaron el aire de virus virulentos.

Podría sentarme en el rellano de este patio de columnas y prender el fuego de la discordia, lanzar una opinión contraria a la de cualquiera de ustedes y suministrar material inflamable como para quemar España y Portugal. Podría... podría tantas cosas. ¡Qué incordio de opinión!

No obstante prefiero, de momento, esquivar la espuma de las noticias. Me distraen de la pureza. Y además con tanto ruido se enturbia y distorsiona el recuerdo a nuestros hermanos fallecidos.

Les imagino ya muy hartos del ritual funerario que se ha instalado en el sofá de casa.

¡Qué incordio de muerte! Que se nos mete en casa a la hora del vermut.

Más incordio es el silencio y el olvido y el morirse de esta forma. Menudo incordio ¿verdad? tropezarse con un virus que andaba suelto, desbocado, diseminando la muerte de racimo desde el día de los enamorados. ¡Ay, la muerte clandestina, apagada ostentosamente ante nuestras narices, por la fulgente y babilónica luz de la propaganda!

¡Qué incordio de virus fulminante! Ahora que todo apuntaba a la miel de los paseos boreales por el Edén de castas, alcurnias, linajes y demás calañas!!!

No señores, la muerte no siempre llega de forma improvisada, súbitamente. No es un brote que emerge de la nada y en cero coma lleva a un país a la UCI en estado de coma. ¿No es acaso un incordio pasar en un sólo día del fulgor y el furor, a un estado de inconsciencia profunda?

¡Qué incordio no encontrar la palabra precisa, la voz de mi madre, el vocablo minucioso, matemático y concreto!

Yo que venía con la intención de plantar groselleros... de rezar a los muertos... Estos muertos nuestros que están en los cielos.

Estos muertos no serán en vano, pues esta muerte que vino avisando, sin ser vista por tanta ceguera, ya fertiliza la tierra y se va llevando a los ciegos. ¡Qué incordio tanta ceguera!

Se le ha puesto a esta primavera un extraño color incendio.

*Periodista.