Mujeres descalzas, con estics de madera persiguiendo una bola, agarrándose de la ropa para obtener ventaja. No son raros los huesos rotos al acabar los partidos de stickball, deporte nacional que practican las aguerridas indias de la Choctaw Nation en Estados Unidos. Su torneos tienen eco en la prensa local: lo practican hace más de cien años las mujeres de distintas tribus y sirve para crear comunidad a la vez que preserva la herencia cultural de sus antepasados. Ahora que el auge del deporte femenino es una tendencia global, una mirada larga aparta de un plumazo lecturas reduccionistas del fenómeno, aquellas que lo circunscriben a una moda, una derivada del Metoo, una forma del feminismo reloaded. Solo en los últimos días, la gimnasta Simone Biles ha pulverizado récords con sus 25 medallas mundiales, la keniana Brigid Kosgei ha batido a las manecillas del reloj con el maratón, y una adolescente Cori Gauff despunta para seguir la exitosa tradición de tenis femenino. Inolvidables fueron Martina Navratilova y Steffi Graff y su épica de pioneras. Los éxitos españoles también se suceden -el más reciente, Roxana Popa- y tampoco son flor de un día. Los JJOO de Londres 2012 fueron los primeros en que las españolas superaron en el medallero a sus compañeros. La excelencia se ha ganado picando piedra durante décadas.

Que TVE haya emitido en La Primera los dos últimos partidos clasificatorios de la Roja de fútbol femenino no es una apuesta, es un reconocimiento en toda regla a una realidad que también va de arriba abajo. De las portadas de los diarios, a la charla pillada al vuelo en el barrio hace solo unos días. Una madre que contaba la búsqueda de un equipo de fútbol para su hija pequeña. Lo encontró cerca, a pocas paradas de metro. «El fútbol de chicas es distinto, lo disfrutamos más», comentaba.

Ha sido el cambio generacional el que ha ayudado a visibilizar la competición deportiva femenina, pero no nos equivoquemos. Siempre estuvo aquí. Y ahora que multiplica podios, está claro que se va a quedar. *Periodista