V amos a vivir una Semana Santa del todo excepcional a causa de pandemia del coronavirus que nos acecha personalmente y como sociedad. No podremos participar físicamente en las celebraciones litúrgicas, ni habrá imágenes sagradas por nuestras calles, muchas de ellas auténticos tesoros artísticos, que nos recuerden las escenas de la pasión, muerte y resurrección del nuestro Señor, ni marchas procesionales, que son también autenticas maravillas de creación musical.

El mundo todo está como en silencio, como en un gran sábado santo, expectante por la victoria de esta pandemia que a todos nos está marcando y que ha provocado ya tantos muertos y tanto sufrimiento en muchas de nuestras familias.

La historia humana no se contradice, aunque casi nos habíamos hecho la ilusión, en nuestro mundo occidental, de haber vencido todas las desgracias con nuestro Estado de bienestar. Dejadme recordar que si abrimos los libros de historia nos encontramos con un océano de sufrimientos, de dolor, que pesa sobre la historia humana, que nos hace descender a un misterio, denominado por la Escritura sagrada, como «misterio de iniquidad» o pecado. Ese mismo dolor, sin embargo, nos hace también comprender, dramática pero claramente, a la luz de la cruz de Cristo, que toda la historia humana y nuestra propia existencia es solo tiempo de fe, de confianza en Dios, de amor, de oración, de lucha contra el pecado, de humilde esperanza.

La vivencia de la pasión, muerte y resurrección del Salvador nos hace comprender, a la luz tenue del misterio, no solo el amor de Dios por nosotros sino también el modo que Dios, nuestro Padre, tiene de llevarnos de su mano por este mundo y que coincide con el modo con el que el Padre ha llevado a Cristo. Aceptando esa mano tendida de Dios acogemos en nuestra vida el dolor, no con un frío desapego estoico, ni con la desesperación de quien no le ve ningún sentido, sino con la aceptación amorosa de ese dolor para transformarlo en bien. Estemos seguros de la victoria si vamos tras Él. Es una verdad incontrastable, dice san Pablo. Si morimos con Él, también con Él viviremos.

ESTA SEMANA SANTA tenemos oportunidad de seguir en nuestras casas paso a paso las escenas de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor con los evangelios en la mano. Todo el relato es de una profundidad espiritual y una viveza literaria extraordinaria. Me quedo hoy con la escena de las negaciones de Pedro porque, pienso, que nos pueden ayudar muchas veces en nuestra vida. Son extraordinariamente eficaces; captan enseguida nuestra atención y nos vemos reflejados en ellas y esto desde los primeros tiempos del cristianismo. La recurrente imagen del gallo en los sarcófagos del cristianismo primitivo y como característica en la iconografía de san Pedro, dan prueba de ello. Al final, en la narración de la escena no vence la traición sino el perdón y la esperanza. El último gesto de Pedro son sus lágrimas. Pedro cae, pero, gracias a la oración y la mirada amorosa de Cristo, se levanta. Su deslealtad no es definitiva. ¡Cuanto han ayudado esta caída y estas lágrimas a los cristianos de todos los tiempos!

Para terminar, no olvidemos nunca que en la participación consciente y asidua de la Eucaristía, aprendemos a vivir en nuestra vida esta misterio pascual de Cristo, porque «cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz, anuncias la muerte del Señor hasta que Él venga» (1Co 11,26).

* Arzobispo de Mérida-Badajoz