En el día de difuntos, estamos, como a la espera de algo, aunque no nos lo confesemos, y como dice Joseph Conrad, nos sentimos como esperando acudir puntualmente a la llamada de nuestro propio mundo de sombras. No queremos claro ni pensarlo, porque es una realidad tan evidente, tan genética, que generalmente no nos planteamos ese miedo a morir. Y es porque dentro de la vida está todo, incluidos los miedos, y son miedos, pesadumbres, temores que nos agobian en ocasiones hasta la muerte, y hay un poema de Juan Ramón Jiménez que habla de la muerte que llevamos consigo desde siempre y, por lo tanto, no hemos de temerla, y lo decía él, que tanto la temió siempre.

La muerte que encontraba Carmen Martín Gaite, «arriba en los riscos, al caer ya la noche, montada en un caballo negro», más o menos. Nunca pensamos por dónde entrará la muerte con su cara demacrada, o descarnada, con su invisible faz de muerte, que a lo mejor es una muerte dulce, y tiene, como escribió Pemán, la faz amorosa. Pero el día de difuntos es para recordar a los que se fueron, a esos seres queridos, como solemos decir, que están, mientras nosotros vivamos, en nuestros recuerdos, como una memoria viva, o una herida abierta, o una rosa que se marchita, sin acabar de marchitarse del todo. En el cementerio, las flores también se mueren, y se rompen los fragantes pétalos, pálidos y descoloridos, entre los faroles y las amarillentas fotos de los difuntos.