TAtyer me levanté canturreando, saludé al canario como si fuera un pariente y, de paso, le robé un puñado de alpiste para saciar el hambre, después abrí la ventana y, de un salto, me encaramé al alféizar. Yo solo quería volar un rato sobre los tejados, pero mi marido se acercó a mí, todavía bostezando, y me lo impidió.

Me agarró de las alas, digo de los brazos y, sin la menor muestra de preocupación, (él ya me conoce), me preguntó: ¿Otra vez has soñado que eras un pájaro? Sin más, me dio un piquito (¿o fue un beso?) de buenos días y me dejó pensando en esos mundos paralelos que vivimos cuando dormimos.

Mundos a veces tan reales que nos hacen creer que somos otros o que tenemos, sin darnos cuenta, una doble existencia. Vidas opuestas, sin conexión ni vínculos aparentes. En ese otro lado de nosotros mismos podemos ser héroes o asesinos, podemos tener un gran amor o sufrir el mayor de los fracasos, podemos volar, regresar a la infancia, resucitar a los muertos, ser felices o sentir pánico, podemos odiar, correr sobre el mar o nadar bajo la arena...

Refugiados en la oscuridad no existen límites ni consecuencias, y el tiempo no pasa con la cadencia de los minutos, sino en periodos desordenados y caóticos. Los sueños son capaces de dejarnos marcas en el ánimo y sensaciones sólidas incluso después de abrir los ojos. Y pueden confundirnos, hacernos dudar de a qué lado está eso que llamamos vida real. ¿Y si yo soy un pájaro soñando con ser mujer?, me pregunté. Me palpé la cintura y la espalda en busca del tacto suave de las plumas. Pero solo noté que tenía carne de gallina.