Hace unos días, una amiga compartió en las redes sociales dos fotografías espaciales separadas por unos treinta años de distancia en las que, por comparación, se podían apreciar los niveles de deshielo que ha alcanzado el Ártico. Sobre las imágenes, su comentario rezaba algo parecido a: «No pasa nada. Podemos hacer hielo, cualquiera puede hacer hielo, mi frigorífico hace hielo. Mucho hielo, ¡mucho! La industria del hielo está creciendo, y será más importante en el futuro, es un gran mercado. ¡Hagamos hielo! Exportaremos hielo al norte, ¡venceremos a China y a su industria del hielo!».

Las palabras, sobre cuya veracidad dudé unos segundos, pretendían emular la jerga del presidente estadounidense, quien según expertos creíbles gestiona la nación y el mundo con un vocabulario de un niño de primaria. Con la misma absurdidad y simpleza, pero con bastante más racismo, xenofobia e inmoralidad, su afanado «construyamos un muro» entre México y la frontera se convirtió en sonado mantra de su campaña electoral junto al consabido Make America Great Again.

Hoy, ante la negativa de la Cámara de Representantes a dar el visto bueno a un presupuesto de 5.700 millones de dólares destinado a tal empresa, el gobierno asiste al mayor cierre de su historia, lo que en la práctica equivale a la suspensión de sueldo, aunque no necesariamente de empleo, que afecta a unos 800.000 funcionarios, todos aquéllos que trabajan para los departamentos cuyas partidas presupuestarias no fueron aprobadas en el momento en que se rechazó asimismo el abultado desembolso para el muro. Lo patético de esta situación, un impase catastrófico a nivel político, es que se rige por la misma lógica que la exportación de hielo a los polos: el sinsentido.

TRUMP quiere una mole de cemento armado para una frontera que se encuentra sobremanera vigilada y en su mayoría ya cercada por distintos mecanismos, incluyendo vallas y obstáculos naturales casi infranqueables. Desde los estudios que apuntan a un mayor control tecnológico de las lindes territoriales, más barato y efectivo en sus propósitos represivos, hasta los que demuestran que la mitad de los inmigrantes indocumentados llega a Estados Unidos de manera legal, con visados de temporeros o turistas, junto a la existencia de sofisticados túneles que burlan todo intento de detener a los migrantes o a los narcotraficantes, pasando por los que estiman en diez años su tiempo de construcción, el muro es un proyecto tan poco factible e inútil como una escalera a la luna.

Nada que el sentido común no haya detectado ya, en conexión con los cientos de informes que apuntan a un descenso de la inmigración ilegal a Estados Unidos, o la existencia de desplazamientos geográficos para los que lo menos relevante es la implementación de fortalezas: los motivos que impulsan a las personas a cambiar de país son infinitos, y responden a necesidades económicas o a la amenaza de su propia integridad biológica en los lugares de origen, no a medidas disuasorias provenientes de potenciales países de destino.

Así, el muro actuaría más como emblema que como barrera, se acercaría más a una bandera que a una alambrada; en otras palabras, el muro de Trump guarda más similitudes con el Valle de los Caídos que con el aparato policial que, por ejemplo, reprime una manifestación. Lo que Trump y sus votantes no arrepentidos persiguen es levantar el encumbramiento opaco y tangible a la intolerancia más acérrima, una monumentalidad en la que se arraiguen precisamente los valores reprobables que sostuvieron su campaña, la misma etérea ristra de odio multiforme que se materializa en medidas reales -tales como la negación del derecho a asilo de cuantos refugiados esperan en la linde con Tijuana, o la separación de familias enteras, o la persecución y fiebre deportadora a que se somete a los extranjeros más racializados- y que con el muro también se conmemoraría.

Que no se engañe nadie, la mole de cemento armado y casi ocho metros de altitud sería un altar donde convocar a las deidades más nocivas; por eso importan poco las estadísticas que aseguran el menor índice de criminalidad entre foráneos que entre oriundos, la intervención sistemática de Estados Unidos en las naciones de donde procede la caravana de refugiados, o el consumo yanqui de droga que motiva el narcotráfico. Uno se topa con el muro del fanatismo y ahí no caben argumentos.