Catedrático de Derecho Constitucional

Desde la publicación del espíritu de las leyes a mediados del siglo XVIII sabemos que una cosa es la naturaleza y otra el principio de las formas políticas. La primera la definía Montesquieu como "aquello que las hace ser tal" y al segundo como "aquello que las mueve a actuar"; y añadía que tal distinción es de "suma importancia" y que de ella hay que extraer "muchas consecuencias, porque es la clave de infinidad de leyes" (Libro III, Capítulo I). Como suele ocurrir con las teorías realmente clásicas, la distinción de Montesquieu sigue siendo de utilidad para interpretar la realidad política y constitucional española en este comienzo de siglo, cuando se van a cumplir 25 años de la aprobación en referendo de la Constitución española. En particular en lo que a la estructura del Estado se refiere. Y sigue de utilidad porque la evolución del Estado de las autonomías es un claro ejemplo de preservación de la misma naturaleza, esto es, de los instrumentos jurídicos mediante los cuales se ha constituido, y de cambio radical del principio, esto es, de la motivación que presidió la aprobación de tales instrumentos jurídicos. La naturaleza del Estado de las autonomías sigue siendo la misma y está definida por la Constitución y los estatutos de autonomía. El principio ha pasado a ser otro completamente distinto.

El derecho a la autonomía figura en la Constitución para hacer posible la integración básicamente de los nacionalismos catalán y vasco en un sistema político común para todo el Estado. La fórmula unitaria y centralista que se había venido imponiendo desde la Constitución de Cádiz había tocado fondo con la Restauración, como la experiencia de la Segunda República pondría de manifiesto, y tocaría todavía más con el régimen del general Franco. El Estado unitario y centralista no podía ser la forma política de la democracia española y no podía serlo por su nula capacidad de integración de los nacionalismos catalán y vasco. De ahí el reconocimiento constitucional del derecho a la autonomía.

Este era el principio que animaba la naturaleza del Estado de las autonomías en el momento de la transición a la democracia y en el de la inicial puesta en marcha de la Constitución de 1978. A pesar de que en aquellos años la presión terrorista era extraordinariamente intensa, se hizo un esfuerzo también extraordinariamente intenso por todos los actores políticos de nuestro país para "alcanzar por la vía de la autonomía un nuevo sentido de la unidad de España" (Miquel Roca en las Cortes constituyentes).

A nadie se le ocurrió, ni en la transición ni en los años de inicial puesta en marcha de la Constitución, hacer uso del terrorismo con el fin de situar al nacionalismo en posición de fuera de juego dentro del sistema político español. El terrorismo no podía ser utilizado como coartada para una política antinacionalista. Al contrario. El concurso del nacionalismo era importante no sólo para que pudiera operar establemente el sistema político español, sino también para que se pudiera dar una respuesta política, además de la puramente represiva, al terrorismo.

Desde el final de la primera legislatura del Gobierno del Partido Popular y en especial desde la mayoría absoluta del 2000 y de las últimas autonómicas vascas, con la candidatura de Mayor Oreja a lendakari, nos encontramos ante una estructura del Estado que mantiene la misma naturaleza, pero que ha cambiado completamente de principio. Se ha puesto en marcha con la coartada del terrorismo una estrategia de reviviscencia del nacionalismo español y contraria a todo nacionalismo que no sea el español. Aunque formalmente parezca que va dirigida exclusivamente contra el nacionalismo vasco, materialmente son todos los nacionalismos distintos del español los que están en el punto de mira. La preservación de la naturaleza del Estado de las autonomías es una pieza clave en dicha estrategia nacionalista española, ya que, con ello se acusa a los demás nacionalismos de ser los que rompen las reglas del juego consensuadas entre todos. La sacralización de la naturaleza es un elemento esencial para hacer posible la imposición del nuevo principio. Quien no acepta el nuevo principio se sitúa fuera de la Constitución. De ahí la intangibilidad de la naturaleza, esto es, de la Constitución y la anatematización de cualquier proyecto de reforma, venga de donde venga y sea del tipo que sea.

Estamos ante un supuesto de mutación constitucional de una envergadura extraordinaria. La norma constitucional sigue siendo la misma. La finalidad que con ella se perseguía ha pasado a ser otra completamente distinta e incluso opuesta. En esas estamos.