Esta semana, concretamente el pasado 6 de febrero, se conmemoró el día Internacional de Tolerancia Cero contra la Mutilación Genital Femenina. Un concepto que viene a definir la realización de unas prácticas, sin criterios de salud o médico, que entraña dañar o modificar los órganos genitales femeninos. Más allá de consideraciones de otro tipo, es una práctica que constituye una violación de los derechos humanos fundamentales y una forma extrema de discriminación contra las mujeres; especialmente, contra las niñas. Según datos, proporcionados, por la ONU, doscientas millones de niñas siguen padeciendo esta agresión intolerable en todas partes del mundo.

Todavía, hoy, algunas de ellas son víctimas de este acto ilegal en la misma Europa. La mutilación genital femenina está tipificada como delito en todos los estados miembros de la Unión Europea, en la mayoría de los cuales pueden también emprenderse acciones judiciales contra aquellas personas que saquen de la Unión Europea a las niñas para su mutilación. Aunque se reconocen que se dan en nuestros países en entornos secretos y de indefensión respecto a las niñas u adolescentes.

Es un hecho, y demostrado está que estas prácticas pueden perturbar gravemente numerosas funciones fisiológicas normales, además de aumentar la mortalidad materna e infantil y provocar traumas permanentes, así como daños físicos sobre las que debemos considerar víctimas. Hablamos de referencias en sociedades como la nuestra, respecto a este tipo de agresión a la integridad de las menores, pero no debiera ser excusa para minimizar un problema que entraña desde sí una lesión a unos derechos, así como al bienestar físico y mental de quienes sufren esta práctica intolerable.

Desde esos países, además de terceros, que, como en el caso de la Unión Europea, lo ha denunciado se requiere de un gran compromiso y de toda una pedagogía que trate de actuar como elemento de prevención y de erradicación de esta praxis. De hecho, en esta dirección la Unión Europea ha habilitado un fondo a Unicef para provocar este cambio en más de diecisiete países en los que esta práctica es habitual y entraña un reconocimiento hacia un hecho cultural, según se señala, aunque sea difícil de entender y desde luego de aceptar.

En este sentido sería interesante desde muchos otros conceptos de solidaridad con estas chicas el poner en marcha mecanismos de amparo y defensa en el ámbito internacional para considerar delitos de lesa humanidad. Porque la solidaridad con estar bien, como ejercicio de reflexión, debería conllevar el compromiso de países, personas e instituciones respecto a ofrecer todo tipo de asistencia, acompañamiento para que se sienten respaldadas en sus denuncias. Y más, teniendo en cuenta, a pesar de fiarlo largo, que dentro de la Agenda de 2030 para el desarrollo sostenible, unos de sus objetivos, el quinto, establece el objetivo de erradicar prácticas nocivas, que tienen la mutilación genital femenina en el punto de mira.

Resulta tan escandaloso como perverso la existencia de este tipo de agresiones a las chicas, adolescentes y mujeres, por el concepto de instrumentalización y de posesión que se hacen de las mismas, indagando en un hecho cultural que socava los más mínimos derechos fundamentales de estas personas.