El jueves pasado, el presidente del PNV, Iñigo Urkullu , estuvo aporreando las puertas de la Moncloa bajo amenaza de choque de trenes --esta vez solo habló de "locomotoras"--, si Zapatero no se las abre pronto al lehendakari. ¿Para hablar de qué? Para superar el bloqueo por el histórico conflicto político que sufre una Euskadi a la búsqueda de su propia identidad, tal y como se plantea en el plan Ibarretxe bis, cuyo primer paso sería la conformidad de Moncloa para cambiar el actual marco jurídico-político del País Vasco. Repito: Ibarretxe , y Urkullu por defecto, esperan el aval del presidente del Gobierno de la nación para desbordar el marco constitucional en el diseño de un nuevo marco.

Como se ve, nada nuevo bajo el sol en el discurso nacionalista. Sólo en apariencia. El verbo ("conflicto político", "derecho a decidir", "nación vasca".) sigue siendo el mismo. Pero los retoques en el discurso y, sobre todo, los hechos, empiezan a ser muy elocuentes respecto a una crisis de adaptación a la realidad.

Es evidente que el PNV está iniciando la transición desde el frentismo a la transversalidad. El frentismo, cuyo exponente máximo fue el Pacto de Lizarra, supone colocar a un lado a los nacionalistas y al otro a los no nacionalistas. Mientras que la transversalidad es el intento de tender puentes entre las dos orillas. Es lo que estaba haciendo Josu Jon Imaz hasta el momento de la espantada. Y en eso empieza a estar su sucesor, Urkullu, sobre todo después del revolcón del partido ante el empuje de los socialistas vascos en las elecciones. Ahí le han dado.

Pero el jueves Urkullu no reconoció este elemento del análisis como presagio de un tiempo nuevo en el País Vasco: "se equivocan los socialistas si extrapolan los resultados de las elecciones generales a las próximas elecciones vascas", dijo, porque, según él, el 9 de marzo no se ventilaba una pugna entre Ibarretxe y Patxi López , sino entre Zapatero y Rajoy , en la que los vascos habrían votado por miedo a Rajoy, María San Gil y Mayor Oreja .

Ya, pero Urkullu no dejó de hablar de mano tendida a los socialistas, de marcar distancias con ETA y de atender un montón de preguntas sobre la quiebra del tripartito de Vitoria, otro signo más de que en las filas del nacionalismo gobernante hay una creciente sensación de crisis interna.