Tengo una casa frente al mar guardada en el primer cajón de la mesilla, un coche nuevo y un negocio próspero escondidos debajo del jarrón de mi escritorio, en una gaveta de la cocina, junto a los cubiertos, he dejado las maletas preparadas para irme un mes a las Maldivas y hay dos preciosos caballos alazanes relinchando entre las páginas de un libro de Eça de Queirós .

Será mejor que hoy pase el día disfrutando de todo ello porque mañana, si la suerte no lo impide, la varita mágica de la realidad convertirá a la casa, al coche, al negocio, a las vacaciones y, por supuesto, a los caballos, en inservibles décimos y participaciones para el sorteo de Navidad, papeluchos con números de cinco cifras que acabarán en la basura después de romperlos, un poco por rabia y un poco por si acaso, en minúsculos trocitos imposibles de recomponer, no vaya a ser que compruebe mal la lista de números premiados y venga algún aprovechado y se compre mi casa frente al mar.

Y que conste que a mí siempre me ha gustado este sorteo y hasta me hace ilusión escuchar a los niños de San Ildefonso pero, ya ves, este año tengo pocas esperanzas, que bien clarito lo deja el desafortunado (¡qué contradicción!) eslogan de Loterías para que no me lleve a engaño: "Aquí está la Navidad, con tus sueños a jugar". ¡Coño, si yo no quiero que la Navidad juegue con mis sueños, sino que se los tome en serio! Y, por si me quedaba alguna duda, en el último plano del anuncio aparece Raphael y me lo confirma: "na, na, na, na, na", dice con mucha sorna. Debe referirse a lo que me va a tocar. O sea, na, ni la pedrea.