Escritor

El despacho donde trabajo diariamente está en el centro de Mérida. Es una suerte, pues no se trata del centro urbano, ajetreado y comercial, siempre ruidoso y molesto; sino de una zona peatonal tranquila, poco transitada, donde sólo hay algún que otro edificio antiguo y una importante sede institucional. Me siento afortunado por desenvolver mis actividades en una parte de la ciudad tan cercana a la plaza principal y que a la vez poder disfrutar de ese silencio de las callejuelas alejadas de los núcleos comerciales. Tiene sus inconvenientes, claro está; no se puede aparcar y hay que venir caminando siempre, llueva o truene. Pero, al fin y al cabo, este paseo mañanero se agradece. Me cuento entre los que se alegran por esta moderna afición urbanística de dejar los centros históricos de las ciudades para los viandantes, restringiendo cada día más la circulación de los coches. Eso posibilita la plantación de arbolitos, setos y otros espacios verdes. Aunque comprendo a quienes tienen sus casas en estas áreas, pues la imposibilidad de manejarse con sus vehículos les crea grandes incomodidades. Y se observa ya que son pocos los que se deciden a vivir en las calles de circulación restringida; hay numerosos carteles de esos que ponen las inmobiliarias anunciando la venta o el alquiler de viviendas y no terminan de ocuparse. Sucede que estos centros peatonales y antiguos de las ciudades se quedan casi vacíos, o su ocupación es mayoritariamente para oficinas funcionariales en edificios recuperados.

La ventana de mi despacho da a una calleja estrecha, de manera que el caserón que hay enfrente apenas se encuentra a cinco metros. Me gusta trabajar con luz natural, por lo que abro de par en par los postigos y aprovecho el beneficio del pedazo de cielo que me permite la altura del tejado tan próximo, ya que, delante de mi ventana, a esos escasos cinco metros, tengo una fachada y otra ventana. Debe de ser esta una de las pocas casas ocupadas de la zona y habitan en ella unos señores de cierta edad, que, como yo, son amantes de la luz natural y abren también de par en par sus postigos. Así, día a día, nuestras vidas comparten un espacio silencioso de proximidad y a la vez de indiferencia: yo trabajo en mis asuntos y ellos se sientan tranquilamente a desayunar, leer el periódico él, hacer punto ella y ver la televisión. Y hacen lo propio; su tiempo libre es un tesoro. ¡Ya habrán trabajado lo suyo!

No tengo ninguna curiosidad que me llame a interesarme por la vida de mis anónimos vecinos, como supongo que tampoco a ellos les interesa lo más mínimo lo que acontece en mi monótono despacho. Pero, inevitablemente, los insignificantes, escasos, cinco metros están ahí. No miro adrede. Mis ojos, de vez en cuando, se pierden en el vacío del espacio abierto a la calle para sumir la mente en la necesaria imaginación que requiere mi trabajo. Y, claro, la ventana está ahí. Hay una jaulita con un pájaro amarillo, una lámpara de pie y dos sillones con sus pañitos de ganchillo, donde reposan mis encantadores vecinos, de espaldas, mirando a su televisor, que yo veo perfectamente en tan exigua distancia. Es la guerra, cómo no, lo que aparece en la pantalla. La guerra ha entrado en nuestras casas; es una realidad cotidiana y familiar ya, aunque no deseada. Como el pájaro amarillo, indiferente en su canto de canario flauta, como los pañitos entrañables de ganchillo, como el desayuno de magdalenas y café, como el tedio amoroso, como el ris-ras de una escoba en la puerta, como el silbar de un repartidor de propaganda, como el paso de una estridente moto en este silencio... Desde aquí, veo una apocalíptica ciudad ennegrecida de humaredas, resplandores de fuego en la oscuridad, muertos desparramados en una carretera, niños destrozados en mugrientos hospitales... Me pregunto, ¿no se adormecerá nuestra mente? ¿No llegaremos a ser insensibles? Un sociólogo amigo me decía hace poco que un fenómeno preocupante de nuestra actualidad es la insensibilización de las masas. La cotidianeidad del dolor ya no impacta, no aterra, no remueve. La televisión nos acerca las imágenes; el corazón debe ablandárselo cada uno.