Hay historias que llegan al corazón, historias que tocan la tecla que activa nuestra solidaridad. Son historias con nombres y apellidos, con caras cautivadoras y una tragedia cuyos detalles se clavan en nuestra emoción. Una historia que nosotros, conmovidos por una inminente desgracia mayor, podemos cambiar.

Así es como llegó Nadia, la niña con una enfermedad rara cuyos progenitores han pasado de ser padres coraje a presuntos estafadores desalmados. Pedían ayuda para tratar de alargarle la vida y recaudaron 153.000 euros en cuatro días (casi un millón desde el inicio de sus campañas, hace unos ocho años). Pero no ha sido la enfermedad de la niña la que ha conseguido esa recaudación, sino el relato que han construido sus padres. Ese cuento exagerado, escrupulosamente prolijo, que han reproducido y alzado periodistas, famosos, medios y programas de todo tipo.

Yo tengo una hermana con una de esas enfermedades raras. Ella es una de esas tres millones de personas en España. Y me indigna, me desgarra el daño que esta historia hace a familias que llevan vidas luchando con toda sus fuerzas, honestidad y tesón. Podría contarles muchas historias que no necesitan ser exageradas y que les partirían el alma. Calvarios solitarios, llenos de portazos y de «aquí no podemos ayudarle», de llantos desesperados por una medicación excesivamente cara, por una terapia imposible de pagar, por un proyecto o una investigación que no pueden poner en marcha porque cuesta más dinero del que ese padre o esa madre podrá ganar en toda su vida. Y también podría describirles cómo muchas de esas personas acaban encarceladas por su rareza. Pero no sería suficiente.

Hoy la mayoría de las personas que conviven con una de esas enfermedades raras no esperan, no necesitan una cura para ellas. La cura es el futuro y depende de la investigación (esa I+D en el que cada vez invertimos menos). Esas personas lo que precisan es una sanidad pública, un sistema que les brinde ayuda para afrontar los obstáculos que su diferencia les hace necesitar. Y son muchos.

Pero están solas. Son las familias las que sostienen, en sus ya debilitados brazos, el peso de asociarse para luchar juntos, recaudar apoyo y dinero. Y resulta difícil encontrarlo en lo público, hay que acudir a empresas y colectivos privados, a personas solidarias.

Como Nadia, las grandes víctimas de esta historia son los nadies tras las enfermedades raras. Esos que ahora, además, estarán bajo la duda. Serán sospechosos. Porque como simplificaban periodistas con programas de máxima audiencia que dieron voz a la historia de Nadia: «Ya no nos creemos nada».

* Periodista