Ahora que ETA ha anunciado su disolución, los medios nos ofrecen un dosier con algunas de las anécdotas más enjundiosas de la banda terrorista: la única mujer policía infiltrada, los primeros asesinatos, las detenciones masivas, el asesinato de Carrero Blanco, la pistola con la que empezaron a matar y que al parecer había encargado Hitler...

Sobre ETA se podría escribir una biblioteca entera. Mejor dicho: se ha escrito. La historia contemporánea es siempre atractiva, y cuanto más repugnantes son los hechos narrados, más atractivos pueden llegar a resultarnos. No hay más que fijarse en Narcos, la exitosa seria de Netflix, que casualmente estoy viendo al tiempo que se recuerdan las «hazañas» de quienes situaron a España en general y al País Vasco en particular en un estercolero de dolor y muerte.

El modus operandi de Pablo Escobar y de los terroristas vascos es similar: cierto toque de populismo, otro tanto de mesianismo y mucho de violencia intimidatoria. Escobar, que quiso ser político -consiguió ser elegido suplente al senado por el movimiento Alternativa Liberal- prometía al pueblo trabajo, dignidad y justicia mientras inundaba las calles de asesinatos y de droga. ETA, por su parte, emponzoñó el deseo de independencia (ese cajón de sastre donde ciertas almas creen que van a encontrar la solución a todas sus carencias) de un país, España, que, al igual que la Colombia del presidente Gaviria, no sabía qué hacer con sus violentos enemigos, si pactar, someterse o luchar con las armas. O las tres cosas a la vez.

Tanto Escobar como ETA consiguieron seducir a esa parte de la población que por diversos motivos -ninguno de ellos, bueno- opina que el fin justifica los medios. Escobar está muerto (desde 1993) y ETA, disuelta, o eso dice. Pero en la historia de estas dos lacras no encontraremos grandes alegrías, más allá de sus fascinantes mimbres narrativos.