Entre la infinidad de citas que aparecen recogidas en libros y manuales de Historia, hay un puñado de ellas, pronunciadas por viejos políticos, como Giulio Andreotti, Konrad Adenauer, Winston Churchill o Pío Cabanillas Gallas, que vienen a definir a los compañeros de partido como los peores enemigos que se pueden hallar en el desarrollo de la actividad política.

Y hay que reconocerles, sin ambages, lo acertado de sus sentencias. Porque, desgraciadamente, la política, y el ansia de poder, hacen aflorar parte de lo peor del ser humano. Es cierto que, también, es una actividad en la que pueden hacer mucho bien aquellas personas que, verdaderamente, tienen una vocación de servicio público. Pero no lo es menos que, en las organizaciones políticas, el ruido de sables, con demasiada frecuencia, se torna insoportable para cualquiera que no se acerque, a ese mundo paralelo de las organizaciones políticas, con el objetivo de medrar.

En este sentido, en todos los partidos se ‘cuecen habas’, como diría el castizo. Pero donde llama más la atención es en algunas de esas formaciones que decían que venían a regenerar las instituciones y la vida pública española, y, muy particularmente, en Podemos. Realmente, uno no sabe muy bien si se debe a que, a los principales prebostes de este partido, les fascinan las técnicas y tácticas de los viejos jerarcas del comunismo, o a que se han quedado demasiado ensimismados con Juego de tronos. Pero el caso es que los fundadores, y los principales dirigentes del partido de los círculos morados, andan a menudo a la gresca. Y elevan o desplazan a sus compañeros, sin ningún disimulo, en función del seguidismo que hagan de sus tesis, o de lo estrechas o distantes que sean sus relaciones personales.

Sus disputas adquieren, con frecuencia, tintes de culebrón vespertino. Pero, al final, todo se disuelve, y siempre resulta lo mismo: un poder cada vez más concentrado y absoluto, y un líder supremo, que no admite a sus conmilitones «ni media tontería». Cosas de la nueva política, supongo.