Ni el Gobierno se equivocaba tanto antes, ni acierta tanto ahora como se dice que sentencian los famosos mercados. Desde que la crisis dejó de ser una hipótesis, ha hecho más cosas bien de las que ha sabido explicar. La gestión de la crisis financiera en nuestro sistema de bancos y cajas, las dos ediciones del plan E, la ley de economía sostenible, mejorar los ingresos eliminando deducciones fiscales y subiendo impuestos indirectos y a las rentas de capital, o extender la ayuda a los parados, son aciertos mal contados. Al tiempo, cometía errores parecidos a otros gobiernos, aunque corregidos con menos habilidad. La revisión permanente de previsiones tranquilizadoras que acaban multiplicando la incertidumbre, la demora en la reforma laboral, pactar una imposible subida de sueldo a los funcionarios o los titubeos con las pensiones o al decidir qué gasto recortar, son buenos ejemplos de malas decisiones.

En este tiempo, a pesar de afrontar mayores penurias, el desgaste del Gobierno ante la opinión se ha mantenido a una velocidad de crucero similar a otros ejecutivos europeos gracias a dos elementos que operaron de amortiguadores. Primero, la impericia de una alternativa que cada día nos convence un poco más de que haría lo mismo, o peor. Segundo, la persistencia en sostener un mensaje que funcionaba como objetivo común compartido por una mayoría que, además, lo quería creer. Se resume en una frase del propio Zapatero que hoy suena a vieja: salir juntos de la crisis sin dejar a nadie atrás.

XEL DRAMATICOx salto imprimido a las políticas de ajuste ha disparado la merma de credibilidad del presidente. La velocidad del descrédito se debe a la dureza de las medidas, pero no únicamente. Tanto o más daño inflige la falta de un discurso capaz de argumentarlas y fijar un nuevo objetivo que la mayoría pueda compartir; más aún duele la sensación de que muchos serán dejados atrás. Si alguna lectura puede sacarse de la huelga general, no es tanto el rechazo a decisiones que la mayoría da por descontadas, o sin margen para dejar de tomar, sino el malestar general al comprobar que no saldremos juntos y que muchos que no lo merecen van a salir antes y mejor de lo que ya estaban.

El reparto desigual de los costes de la crisis tiene su máxima expresión en la contradictoria política fiscal del Gobierno. No se puede gravar más al capital o a los que más tienen porque eso afectaría a la recuperación y provocaría la huida del dinero, se nos dice mientras se sube el IVA o se retoca levemente la fiscalidad del pequeño y mediano ahorrador. No se puede castigar más a las clases medias, se nos asegura, mientras se eliminan las ayudas fiscales que más las beneficiaban, descartando sin explicación convincente alguna la recuperación de impuestos como patrimonio y sucesiones que, bien diseñados, gravan a quien más tiene. El dinero es el principal propagandista de su cobardía. Según Baudelaire , el mejor truco del demonio fue convencer al mundo de que no existía. La mejor jugada del dinero ha sido lograr convencernos de que es asustadizo. Si le suben los impuestos saldrá corriendo, se nos avisa. Si fuera tan fácil, hace mucho tiempo que estaría lejos. ¿Adónde va a correr que no hubiera volado ya? Existe algo más venenoso para una recuperación sostenible que subir los impuestos. Consiste en gestionar el déficit sobreprotegiendo a los grupos más capaces económicamente, o hipotecando a las generaciones futuras con más deuda.

Durante la última década, sucesivas reformas nos bajaron los tributos a la minoría acomodada amparándose en la ilusión fiscal de los superingresos generados por la burbuja inmobiliaria y en la ilusión teórica de que ese dinero en manos privadas se transformaría, por pura inercia, en inversión productiva. La burbuja estalló y descubrimos que las rebajas fiscales habían cebado más y mejor la vorágine especulativa, mientras un Estado empequeñecido debía ejercer de avalista del sistema.

A la retórica de la eficiencia y la libertad que amparó el asalto a lo público, le sucede ahora esta retórica del esfuerzo y el sacrificio, donde el dinero busca convencernos una vez más de que nos toca pagar a los demás. Qué es ser rico, se preguntan con desfachatez pasmosa. La política fiscal conforma una pieza básica de la política económica. Pero, sobre todo, es el instrumento imprescindible en el Estado del bienestar para proveer la redistribución de riqueza oportunidades que le otorgan su sentido y legitimidad. Bajar los impuestos no es de derechas ni de izquierdas. Solo supone renunciar cumplir esa función redistribuidora. Si este Gobierno quiere recuperar la credibilidad, tiene pendiente dejarse de ajustes fiscales de salón y ejecutar una verdadera y potente contrarreforma que devuelva la política fiscal a ese papel redistribuidor, haciendo creíble que todos vamos a contribuir de manera justa solidaria. Si no la hace ahora, la realidad le forzará a ejecutarla antes o después. Con mayoría o sin ella, como sucedió con la reforma laboral y, como diría el propio Zapatero, le cueste lo que le cueste.