Las universidades públicas han hecho un inmenso esfuerzo para adaptarse a las exigencias de la sociedad (necesidad de crear y difundir nuevos conocimientos, retención del talento, inclusión, responsabilidad social) y a las limitaciones que, en nombre de la crisis, les han sido impuestas y que han dado como resultado la mutilación de la autonomía universitaria. La financiación de la investigación ha disminuido de forma alarmante. Se ha reducido y precarizado la contratación de profesorado novel. Y se ha visto dificultada la promoción de todo el personal académico, a pesar de lograr unos altos niveles de calidad y el reconocimiento internacional de su trabajo. Las universidades públicas han visto, pues, bloqueada su capacidad de investigar, su libertad de enseñar y su potestad de formar a los estudiantes de hoy y a los académicos de mañana. Por eso, la anunciada reducción de tasas universitarias es un paso necesario pero insuficiente si no va acompañado de una política estable y consensuada de financiación de la investigación y la docencia, y de retención del talento del estudiante y del profesorado, que respete la autonomía de gestión que las universidades públicas han demostrado merecer en estos años. No en balde, nuestros conciudadanos, una vez más, han valorado la universidad como la institución pública en la que tienen más confianza.