Desde enero, el fuerte déficit público griego y el alto volumen de su deuda (superior al 100% del PIB) generaron gran nerviosismo. Tras el miedo a una depresión como la de 1929, el pánico se trasladó a la deuda de los estados. Y la posible quiebra griega generó histeria en los mercados. La crisis griega provocó una ola de desconfianza en la moneda común. Si Grecia quebraba, todos los países del euro sufrirían, lo que dañaría la lenta y difícil recuperación. Se comprobaba así que --como se dijo desde el principio-- la unión monetaria podía acabar mal si no se completaba con la unión política, o, como mínimo, con una mayor convergencia económica. Los países del euro se enfrentaban a un desafío. No podían abandonar a Grecia, porque pagarían las consecuencias, pero no había mecanismos adecuados. Algunos países --como Alemania-- temían además que ayudar a Grecia alentara la irresponsabilidad fiscal. Al final --cuando la deuda griega costaba ya un 7%, cuatro puntos más que la alemana y tres más que la española--, se ha logrado un acuerdo. La laxitud fiscal tendrá sanción porque Grecia debe asumir un duro ajuste, recurrir al FMI y pagar un interés superior (5%). Pero hay solidaridad porque se garantiza una financiación más barata que la del mercado. Y se cree que el plan (el simple acto de enseñar el dinero) hará innecesario recurrir a él y bajarán los tipos que los mercados exigían a Grecia. No es la solución definitiva. No la hay a corto plazo. Pero es un parche consistente.