La muerte es uno de los temas más presentes en la vida. ¿Paradójico? Ciertamente lo es. Pero, ¿no lo es, acaso, casi todo en la vida? Desde que nacemos, estamos predestinados al óbito. A unos, les llega antes. Y a otros, después. Pero todos acabamos palmando. El cuándo, el cómo, el porqué y el dónde son detalles nimios que -si lo miramos con cierta perspectiva- acaban importando, únicamente, a nuestro círculo familiar y de amistades. Siendo así y todo, desde pequeños vivimos obsesionados con el hecho de que, algún día, todo aquello que amamos quedará reducidos a un puñadito de polvo.

Es cierto que la literatura, la pintura, la música, y otras formas de expresión artística, tampoco ayudan a distraer ese pensamiento de que todo puede acabar cualquier día. Pero no es menos verídico que lo profundo del arte, y de la realidad humana que lo sustenta, quedan, habitualmente, oscurecidos por el modo en que se aborda la muerte en los medios de comunicación, y, especialmente, en la televisión e internet, donde, trivializándola, se le resta parte de la fuerza e influencia que tiene sobre nuestra existencia. La política, que es una obra humana, y, por tanto, no ajena a las miserias y grandezas de lo que somos, también tiene que ver con la muerte.

A veces, son el terrorismo, la guerra o un accidente los que la desencadenan. Y otras, simplemente, una enfermedad o un fallo orgánico, que quiebran la salud de quien ejerce la labor política. Estas últimas muertes, no suelen ensuciarse con discusiones, debates, ni polémicas. Habitualmente, se rinden respetos al fallecido, al tiempo que se transmiten las condolencias a unos familiares, amigos y compañeros que suelen homenajear al fallecido destacando sus cualidades y virtudes. La semana pasada, por desgracia, podíamos comprobar cómo algunos parlamentarios transgredían esas normas cívicas no escritas, instaurando un modo de hacer política, que bien podría llamarse ‘necropolítica’, y definirse como «capacidad de utilizar cadáveres para reivindicarse a uno mismo». Ese modo de hacer política tiene un aroma fétido, y no debería de haberse manifestado en uno de los templos de la democracia. Porque la divergencia ideológica no habría de estar reñida con la humanidad.