Este martes se cumplirán 120 años de la muerte de Friedrich Nietzsche (1844 -1900). Cuando falleció, llevaba once años sumido en la demencia y una parálisis progresiva, atendido por su hermana, que se apoderó de su obra y la censuró. Nietzsche siguió el destino de varios genios de un pueblo tan ordenado como los alemanes: Friedrich Hölderlin o Paul Celan, los mayores poetas de esa lengua, también sucumbieron a la locura. También Nietzsche fue a su manera un poeta, a la vez que un pensador.

En pocas personas se conjuga una vida tan desgraciada con un éxito tan amplio. Hijo de un pastor protestante, Nietzsche perdió a su padre a los cinco años, y poco después a su hermano pequeño, quedando solo con su madre y hermana, mujeres autoritarias. “El pequeño pastor”, como lo llamaban en el colegio, fascinó desde la escuela por su personalidad y brillantez. Con veinticinco años, y sin tener el doctorado, fue nombrado catedrático de Filología Clásica en Basilea. Pero, como Unamuno en Salamanca, el joven profesor pronto decidió que no quería dedicar su vida a escribir sobre Homero o Diógenes, sino emprender una obra de la que hablaran en el futuro.

Hombre aquejado desde muy joven de terribles problemas de salud, cantó el vitalismo como nadie, ensalzando lo dionisiaco frente a lo apolíneo desde su obra El nacimiento de la tragedia. Marcado por la religión en la infancia, afirmó que “Dios ha muerto” y que su lugar debía ser ocupado por un “ser humano superior” (la traducción de Übermensch por “superhombre” es inexacta, pues el término original no tiene sexo definido). Un ser humano que aceptara sin parpadear toda la monstruosidad presente en un mundo regido por la “voluntad de poder” y por el “eterno retorno”. De pasiones tan febriles como efímeras, trocó su primer fervor por Wagner o Schopenhauer por el rechazo hacia ambos. No perdonó a la escritora rusa Lou Andreas-Salomé que no quisiera casarse con él ni ser su discípula. A su muerte, muchos quisieron apropiárselo, empezando por los nazis, algo que a él, que odiaba a su cuñado antisemita, hubiera indignado. Fecundó como nadie el pensamiento del siglo XX, desde Martin Heidegger, que en un libro de más de mil páginas intentó, sin éxito, superarlo desde su filosofía, a Michel Foucault, pasando por Ortega y Gasset, cuyo “raciovitalismo” es nietzscheanismo adaptado a las circunstancias españolas.

La megalomanía de Nietzsche puede ser un alimento demasiado fuerte para algunos. Recuerdo a un compañero de clase, futuro poeta, declarandocompungido que hubiera preferido no leer a Nietzsche, “pues esas cosas no deben leerse” cuando uno vive en un entorno que da para pocas experiencias de superhombre. En mi caso, cuando llegué a la universidad había leído casi todos sus libros. Mi nota más alta de selectividad la tuve en el examen de Filosofía, con un comentario del Crepúsculo de los ídolos. Inolvidables habían sido las clases deJesús Miranda, que intentaba la difícil síntesis de ser marxista y nietzscheano. Y si aprendí alemán una de las razones fue para leer a Nietzsche en versión original. Cuando pude hacerlo, supe apreciar la excelencia de las traducciones del extremeñoAndrés Sánchez Pascual (Navalmoral de la Mata, 1936), que vertió a nuestra lengua las obras de Nietzsche publicadas en Alianza Editorial.

Cierto que Nietzsche tiene aspectos antipáticos: su misoginia, que (como en el francés Houellebecq) se explica por lo poco querido que fue por las mujeres, o su elitismo que veía necesaria la desigualdad social. Absurdo sería seguir a pies juntillas sus ideas, pues como ocurrió con Hegel, hay nietzscheanos de izquierdas (como Michel Onfray) y de derechas. Pero, sobre todo, sus libros siempre serán un alimento energético en estos tiempos de pensamiento light.