La habitación en tinieblas,

y la mirada en las rejas

por donde las luces velan

la nieve por primavera...

Las gomas de su bicicleta van lamiendo el asfalto. Va envuelta en soledad. Nadie a quien saludar. Un kiosco, un caballero y, en su mano, la prensa a modo de capotillo. Ella camino del hospital. En realidad el hospital lo lleva dentro, tanto que, cada noche, se le viene a dormir. Con ella. Con su marido. Con sus hijos. Se le aparece en mitad de la duermevela... el sueño en fatiga, la conciencia despierta.

Las gomas van lamiendo el asfalto y, en las curvas, parecen querer volar a otro lugar donde no llegue el olor a quebranto. Los pasillos. Los enfermos. Y el aire que les falta (a ellos y a ella); porque ella, en el parapeto de su blanca bata, ya respira mal, como si la garganta le ardiera entre tizones de pena negra, y eso que los muertos no son los suyos.

Está nevando sobre los pétalos de las flores. Es primavera. Ella, por un momento, detrás de su mascarilla, piensa en su madre. Le asoman los recuerdos entre geles hidroalcohólicos y turnos doblados. Le asoman en desorden, como camillas varadas en las playas de su despacho. Con desesperación, como cuando ella aprieta la mano de un desconocido que se muere. Con amargura, como cuando ella escribe punto final en los párpados de un desconocido que ha muerto. Y, mientras, más allá, al otro lado de las fronteras del hospital, nieva. Nieva sobre la jara en flor. Y dentro, tras las rejas, entre tinieblas, una vieja no responde porque la muerte, que es azul, se está posando como una mariposa sobre su piel.

«¡Madre! ¡Pamplinera! Torrijas de canela y miel... En cuanto esto termine volveremos a comer torrijas en la gracia de tus manos, madre. De momento vamos a echarle casta... ¡y corazón! Ya verás, madre, que habrá flores y habrá amaneceres. Verás...»

Mientras cae la nieve, sin lágrimas, va yéndose la vida.

En el hospital aún es invierno. Todos corren, como queriendo darle alcance a la muerte. Fuera, las ambulancias se espantan. La policía se espanta. Y un viejo, atrincherado en su feudo de papel, lee con los ojos envueltos en espanto. Se pregunta qué será de ella. ¿Dónde su hija? Y le vuela el pensamiento al hospital.

Ella no se atreve a más. No se atreve ni a enfermar. Respira, sin darse tregua, a fuerza de ver lo que ve. Respira en el eco lejano de las palmas. Con la angustia dentro. Cambiando de piel en cada par de guantes. Mudando a crustáceo. Enrocada en la fortaleza de sus dos hijos. Por un momento pierde la mirada: todo pudo ser de otra manera, ¿por qué se separaron sus padres? Ella no se separará jamás,... o, al menos, en eso confiaba hasta que el virus le ha puesto en cuarentena toda esperanza con furia de plaga bíblica.

El pan duro de tres días en la panera. En la nevera, torrijas. El tiempo detenido a la puerta. Junto a su bicicleta, siete pájaros llorando. Y al mirar, tras las rejas, solo tinieblas. Solo setenta años. Setenta años detenidos en un invierno perpetuo. Ahora sí, ahora siente el abrazo frío de la nieve por primavera. La ventisca criminal de cuando se te muere la madre. Ni siquiera el hospital. Ni siquiera los otros muertos de hoy. Solo el escalofrío de no haber recordado a tiempo. Solo una tormenta de muerte azul; porque la muerte es azul cuando te besa. Otra vez la policía, otra vez la ambulancia, envueltas en destellos azules de muerte. La vida en fuga. La carne, abandonada, en la cama. Los brazos en cruz. Crucificados. ¡Lívida muerte fecunda! Nieve que, por primavera, no alcanza a ser suspiro; nieve que mañana, cuando amanezca, ¡madre!, será, en los arroyos, caudal de vida nueva.