He llevado al niño al mar para que se contagie de su salud de hierro y sol, nos dice Paco Umbral en Mortal y rosa, y después, el escritor veía un cielo vacío de entreluces y fallecimientos de cada día, dice también en su libro mejor y más auténtico, porque es el libro de su hijo, y es el poema del infierno, como dice Félix Grande, porque ahí, muere el niño de Francisco Umbral, cada vez que leemos sus líricas y auténticas páginas, llenas de vida y de poesía, para relatar una muerte blanca y desgarradora, entre temblores, güisquis con soda, y hospitales. El trasiego de médicos y enfermeras entre las camas simétricas, los goteros, las balas de oxígeno, los quirófanos, y la muerte. Y la tele nos da la noticia de un niño de dos años arrastrado por las fauces horribles de un caimán hasta el fondo de un lago, en Florida, ante la mirada aterrorizada de su padre que no podía hacer nada por salvar a su hijo. Ese hijo en las fauces del saurio, mirado por la muerte tan de cerca, pidiendo el auxilio de su padre que veía, impotente cómo el maldito animal se llevaba a su hijo, sumergiéndole en el lago. De la agonía del niño, nada podemos saber, nada podemos decir, nada podemos imaginar. Y de la otra agonía, la del padre, tampoco podemos decir nada. El cadáver de la criatura, como pajarillo abandonado por un gato ahíto, apareció dos días más tarde, en lo hondo del lago.