El confinamiento acercó a los niños mucho más a la tecnología. Con ella viajaron a la escuela, se encontraron con sus amigos, saludaron a sus abuelos, festejaron sus cumples y hasta practicaron deportes en un mundo virtual. En el hogar, cada integrante tuvo que reinventarse para subsistir: los maestros debieron adecuarse a nuevas formas de enseñar, los comerciantes a nuevas formas de vender y así todos debieron conectarse a mundo virtual para hacer que la rueda siga girando.

Los mayores empezamos a valorar mucho más nuestros encuentros familiares y con amigos, a darnos cuenta que la felicidad es más simple. En casa, los que tenemos niños pudimos ver cómo por distintas plataformas y juegos ellos tejen sus relaciones día a día. Así, mientras me acomodo a esta nueva realidad, los recuerdos me llevaron a mi niñez y recordé muchas actividades que hacía al aire libre. Al mundo lo descubría pisándolo.

Vuelo hasta mi barrio, Loyola de Santo Tomé, en Argentina. Tenía múltiples posibilidades: podía jugar en la calle al fútbol, tenis, carreras de autitos, al alto, tocada, mancha, a tirar avioncitos, a la rayuela... Lo que importaba era demostrar nuestras destrezas y encontrarse cara a cara con amigos. No teníamos toda la tecnología que hoy existe, que hoy fue tan necesaria para estar conectados, pero estábamos más seguros y podíamos salir y entrar de casa sin restricciones. Me acuerdo cuando escapábamos al campo y, junto a mis amigos, armábamos chozas, íbamos en bici por ahí, salíamos y entrábamos en la casa por la puerta, los techos o un árbol. Poníamos el cuerpo en todo lo que hacíamos y nos conectábamos con todo...