Siempre bromeo con mis compañeros gringos sobre el hecho de que, en Estados Unidos, se hable tanto de la familia. Los niños y los perros -les digo, con cierta socarronería- son el tejido cartilaginoso que mantiene unido al país, si lo pensamos como cuerpo. Si no fuese por estos dos elementos, los huesos chocarían y esta colisión volvería la existencia insoportable. No está tan lejos la sorna de la realidad cuando apenas un comentario así puede dejar a muchos aturdidos y devolverles su propia imagen en el espejo. De hecho, si elimináramos de las conversaciones cotidianas las referencias a la familia, incluyendo a las mascotas, las frases sobrantes cabrían en las pocas páginas de una libreta escolar. Los niños y los perros automáticamente generan una simpatía que suele aliarse con la más acérrima superficialidad del diálogo. Sonrisas mediante, ambos componen, además, el elemento de distancia corporal necesario entre dos adultos pensantes: el niño siempre va primero, mucho más cuando se encuentra acomodado en un carrito y, en el caso del perro, éste se adelanta a oler a otro y ambos trazan, con las respectivas correas, las fronteras que separan a sus dueños pero que, paradójicamente, posibilitan el acercamiento. Los dos simbolizan a esa familia como institución sagrada que nunca se cuestiona: la presencia de un bebé no da pie a una discusión sobre la maternidad, sino a carantoñas, por poner un ejemplo, mucho menos se politiza la del perro, cuya fidelidad sin habla es juzgada como la compañía perfecta.

Se quejaba un amigo mío de que, en mitad de unos recortes estremecedores en su universidad, el rector había inaugurado el curso académico con un discurso casi pueril donde narraba la reciente boda de su hija. El público, tan acostumbrado a que este tipo de temas compongan la única vía para establecer algún contacto con el otro, había empatizado con el orador, olvidándose de las injusticias que ese mismo discurso escondía. Le comentaba yo que, en mi trabajo, muchos empiezan las reuniones mostrando fotos de sus hijos, como una forma de preparar el terreno embadurnándolo de un sentimentalismo que asegurará la falta de conflicto. Si en los medios españoles, cuando se informa sobre Estados Unidos, se hace con el foco puesto en la política -las aberraciones cometidas a inmigrantes, la guerra de aranceles con China- lo cierto es que esa cobertura representa justamente lo opuesto a la cotidianeidad gringa, donde la política jamás se discute, y donde un miedo a ofender al otro impone una censura feroz que priva a cualquier interacción de la menor apariencia democrática. Esta lección, que los extranjeros no conocen, se me inculcó en un taller académico mucho antes de que pudiera aprenderla por mi cuenta. Hace diez años, cuando me preparaba para dar clases por primera vez, el profesor encargado de entrenar a los docentes primerizos nos advirtió: «en el aula, jamás habléis de política, sexo o religión». ¿Cómo puede una tomarse en serio tamaña labor pedagógica sin politizar los contenidos de un libro de texto que estaba, además, plagado de estereotipos sobre los llamados «hispanos»? La lección, dicho sea de paso, la burlé siempre que pude.

Explica la filósofa Hannah Arendt, en su monumental estudio sobre el totalitarismo, que el mayor logro de Hitler a la hora de organizar el movimiento nazi fue librarlo del programa de su partido, no contradiciéndolo o aboliendo sus premisas, sino simplemente dejando de hablar de ellas. No hablar, o hablar de otra cosa que no tiene sentido, es la mejor estrategia para crear una ciudadanía acrítica y dócil y, en última instancia, para establecer un régimen totalitario. Cuando, ante los recientes tiroteos en Texas y en Ohio, que dejaron más de treinta muertos en menos de veinticuatro horas, se le preguntó a Trump por la posibilidad de restringir el acceso a las armas, éste respondió que los videojuegos eran peligrosos, anulando completamente un debate que habría sido fructífero de haber encontrado interlocutor. Si bien fue duramente criticado en los medios y en las redes, a nivel de calle continuaron los niños y los perros generando el clima de perniciosa armonía que mantiene a cada ciudadano en su limbo. Mejor no contar cómo, cuando no se posee ni lo uno ni lo otro, una está bajo sospecha.

* Escritora