El Parlamento Europeo ha restablecido la cordura al rechazar por gran mayoría la propuesta de ampliación de la semana laboral a 65 horas, realizada por los países de la UE, menos Grecia y España. Ni siquiera una mejor explicación del proyecto podría haber atenuado su perfil manchesteriano y los peligros inherentes a un cambio tan radical en el estatus quo de las relaciones laborales en Europa. Algo que hubiese sido especialmente grave en época de crisis, porque incluso habría podido afectar a la baja la creación de empleo.

El hecho de que no solo los eurodiputados de los grupos de la izquierda han votado en contra, sino que también se han opuesto muchos de los que figuran en las filas conservadoras --incluidos bastantes británicos--, es del todo elocuente. Para las opiniones públicas educadas en el espíritu del Estado social, la medida sometida al Europarlamento chirría de tal manera que es imposible presentarse ante los electores como su adalid sin correr riesgos.

El periodo de negociación de 90 días de que disponen el Europarlamento y los estados debe servir para acotar la propuesta y dejar a salvo las conquistas sociales del último siglo o, en caso de no alcanzar este objetivo, olvidarse de ella. Cualquier otro camino que pretenda conciliar la tradición europea de posguerra con el librecambismo de nuevo cuño en el mercado de trabajo se antoja aventurado.