No me atreví a escribirle. Y eso que bastaba un teléfono y bastaban cuatro letras; algo sencillo como «siento mucho la muerte de tu padre», o algo más cursilón tipo «comparto tu dolor por tan irreparable pérdida», o, simplemente, «recibe mi más sincero pésame». El caso es aparecer en ese momento de dolor. Estar. No me atreví porque esa misma tarde él toreaba en Mont de Marsan. Por eso y porque en esta vida he sido de más bien pocos atrevimientos. Fuera por lo uno o por lo otro, el caso es que no me atreví.

Mañana, pensé. Y pensé mal, porque un toro de Victorino le pegaba una cornada antes de que amaneciera. Dicen que después de pasar por la enfermería volvió y despachó una tanda de derechazos excelsos. Puede ser que lo fueran. Memorables lo fueron (y lo serán) sin duda; por su cómo y por su cuándo. Me hubiera gustado estar allí. Francia tiene sus catedrales del toreo. Mont de Marsan es una de ellas.

A él se le acumulaban las desgracias y a mí las condolencias. Desearle una pronta recuperación hubiera sido lo correcto pero, teniendo pendiente el pésame previo…, no me atreví.

Quizá hoy debiera hablarles de lo que hablamos todos: de los malos ejemplos, de los hombres enfangados en la batalla política, de tal o cual ministro, de los huesos roídos por el hambre de dividirnos y odiarnos, de las medias verdades y de las interpretaciones gruesas de nuestro día a día. Quizá debiera, pero miren por dónde hoy me he atrevido, algo es algo, a hablarles de Emilio de Justo.

Estos últimos años le veía, por San Isidro, en Las Ventas. Bien vestido y lidiando el toro de no tener toros que lidiar. Paseando la pena de no estar en los carteles. Bien vestido por fuera… y por dentro, pensaba yo, que le observaba a cierta distancia. Le veía haciendo el paseíllo más difícil, ese para el que toda hombría siempre es poca, el paseíllo de los derrotados. Y me parecía dos veces gigante, una por torero y otra por cabal.

Luego, en 2016, vino lo de Orthez. Y los victorinos como pareja de baile. Y el milagro francés. La resurrección. Atrás quedaban diez años de vía muerta. Una década de ostracismo en la que no tuvo otra compañía ni otra manta que la fe en sí mismo. En realidad quizá por eso no me atreví; porque durante esa larga década tampoco me atreví a nada. Ni a una mala palmadita. El atrevimiento, la prudencia, la buena educación y hasta el valor, en ocasiones, tienen las lindes perdidas.

Mañana torea en Madrid. Apenas una semana después de lo de Mont de Marsan. Si medio se recupera, claro está. Y si Dios quiere. Y tampoco me he atrevido a desearle suerte ante semejante embroque. En estos dos últimos años he hablado con él dos o tres veces, ¿quién soy yo para importunar al héroe?

En tiempos descreídos y cochambrosos, cuando estamos huérfanos de conductas ejemplares, de ritos y liturgias, ahora que todo vale, nada como el toreo para devolvernos a la suprema verdad de saber vivir porque se sabe morir. Frente a todo lo relativo, lo único absoluto: el tributo de la sangre. Por eso me he atrevido a no hablarles de ministros, ni de prostitutas, ni de astronautas de playa. Ni Villarejo ni su conejo. No les hablo de nada de eso porque todo eso se me antoja minúsculo ante el ejemplo que nos acaba de dar (una vez más) un torero (otro más). Un torero extremeño. Un torero humilde. Un torero ejemplar.

Por eso me he atrevido a escribir de él (escribirle a él). Porque mañana torea en Madrid. O no. Eso Dios lo dirá. No importa. El supremo ejemplo, encarnado en una tanda de derechazos memorables, por su cómo y por su cuándo, ya está ahí para los restos.