Primero eran los pepinos españoles. Días más tarde, las autoridades alemanas se corrigieron y reconocieron que ignoraban cuál era el origen del brote de E. coli que hasta ahora ha matado a 24 personas y ha infectado a otras 2.400. El domingo, las miradas se dirigieron hacia el norte del país. La ministra de Agricultura de Baja Sajonia apuntó a los brotes de soja producidos en el pueblecito de Bienenbüttel como culpables de la infección. Pero pasan los días y los laboratorios siguen sin encontrar la prueba del delito. Mientras las autoridades aconsejan a sus conciudadanos que eviten comer tomates, pepinos, lechugas, brotes de soja y similares, expertos de la Organización Mundial de la Salud empiezan a reconocer que es muy probable que el brote se extinga los próximos días sin que nunca se llegue a saber la causa exacta de la infección.

Para el Gobierno de Angela Merkel sería terrible. Su país, hasta ahora un ejemplo de eficiencia y rigor, queda así en evidencia. En primer lugar, por ser incapaz de identificar la verdura asesina. En segundo, por haber incurrido en el defecto que los europeos del norte suelen atribuir a los del sur: trabajar mal y llegar a conclusiones precipitadas. Ya se sabe: lo malo solo puede venir del sur.

Es cierto que vivimos en el tiempo de lo inmediato y que no hay nada que nos desespere más que la incertidumbre. Todo lo queremos aquí y ahora, enseguida. Las crisis, las alimentarias y las otras, generan auténticos tsunamis de pánico a los que los gobernantes tratan de dar respuesta incluso cuando no la tienen. Ahora bien, ¿se imaginan que se diera la situación inversa y que España culpara falsamente a las salchichas alemanas de la muerte de 20 de sus conciudadanos? Seguro que frau Merkel no tendría piedad de nosotros. Como penitencia, convertiría Mallorca y las Canarias en länder alemanes, nos impondría la Oktoberfest como fiesta nacional y encima nos obligaría a comer chucrut en el ágape de Navidad.