Diálogo, distensión, soluciones. Las mejores, o las menos malas tratándose de política, para ambas partes. La mirada a la presencia del presidente del Gobierno en Barcelona, y la reunión con su Consejo de Ministros, deja una impresión positiva y de alivio, y es el primer gran paso de relax y vuelta atrás de un callejón sin salida que tiene a España en vilo y es causa de los grandes movimientos políticos, electorales, de opinión pública, y de privada en círculos laborales, amistades y familiares, que se están produciendo.

Sánchez vuelve de la capital catalana -una vez más Colau se coló prediciendo un efecto negativo o neutro- con la demostración de que no se podía seguir por el camino de la irresponsabilidad de las derechas catalanas y española, además de parte de la izquierda independendista que equivoca hasta el fondo su papel histórico y continúa ciega tras una bandera agitada por la corrupción interior de los herederos de Pujol.

España está en una subida de tensión que no puede aguantar más, pero que algunos siguen alimentando en esa miserable actitud política, desde lugares de responsabilidad, de buscar el beneficio propio a corto y medio plazo en lugar del bien común en el que, como todas las partes, ellos sacrifiquen algo.

LOS DOS DÍAS decisivos se han cerrado con un encuentro de presidentes, con el delegado de la patronal catalana por medio; un comunicado que no tiene parangón, por lo discretamente esperanzador, en los últimos tres años, y con un asentamiento de la normalidad gubernativa y democrática en un territorio tomado aparentemente por un buen puñado de locos: Cataluña, Barcelona, es una parte importante de España y allí se puede celebrar con todo orgullo un Consejo de Ministros.

Lo más importante es la distensión y la firma de un comunicado conjunto, pero al lado están las medidas discretamente sociales tomadas allí por el Consejo de Ministros como es la subida del salario mínimo, asunto que apunta al meollo de la cuestión: no es una cosa de banderas sino de ciudadanos, no es materia de oropeles políticos o de fuero, sino de los verdaderos problemas del catalán de a pie como es la carestía de vida, la privatización y deterioro de la sanidad, el funcionamiento de las cercanías de Renfe, o de la democratización real de esa comunidad sin secuestros falsamente ideológicos de tipo alguno.

Ni se han aprobado miles de millones para Cataluña como anunciaban y casi deseaban agoreros e incendiarios desde la derecha enloquecida, ni ha habido cesión ciega de competencias. De momento apenas 122 millones para inversiones en carreteras, y medidas simbólicas, alguna incluso desacertada como es la segunda, tales como el desagravio a Companys, o añadir el nombre de Josep Tarradellas al del aeropuerto de El Prat; tan errónea para mi gusto como la de sumar Adolfo Suárez a lo que siempre es y será Barajas, qué manía de intentar atajar lo pasajero con decisiones hipotecarias y comprometidas, qué falso homenaje el de ligar a personas, hechos históricos y circunstancias concretas, a lo que es el nombre natural, permanente, popular y toponímico de las cosas.

Crece algo la esperanza, tras esto, de no derrumbarse ante la imposibilidad de normalización de este país, una vez que un mosso de esquadra ha sentenciado con frase a la cara la puñetera verdad: despertad del sueño, ingenuos, inocentes, manipulados, engañados, bienintencionados algunos; os han tomado el pelo mientras vaciaban la caja, os han puesto una tela en los ojos para que no veáis nada y sigáis en obediencia ciega. «La República, la República, ¡la República no existe, idiota!», desengañaba un mosso a un agente forestal envuelto en las locuras tipo CUP o CDR que tan bien le han venido a la derecha catalana, a cuyo frente, como dijo Sánchez en Mérida, está ahora el Le Pen español, Quim Torra. E igualmente a la derecha española pirómana.