Pasan los días y el suflé catalán se viene un poco abajo. De la tensión anunciadora de la proclamación inminente de la República independiente del noreste, hemos pasado a una fase de contención y espera en la que lo más interesante no han sido los pasos dados por Puigdemont, Junqueras y la CUP, sino las dudas y contradicciones dentro de una de las patas del trípode constitucional, el PSOE, llamado a sostener la crisis junto a PP y Ciudadanos ya que Podemos juega claramente a otra cosa.

Como ya dijera el entonces presidente Monago dirigiéndose a prebostes catanalistas, de momento no hay narices desde el bloque secesionista para avanzar hacia la Arcadia feliz que todo lo soluciona, la independencia, y jornada a jornada el entusiasmo pasa por la criba, esperando ya la reunión del Parlament el lunes, y unas importantes declaraciones del presidente de la Generalitat el martes.

En el Partido Socialista, pieza principal por angular, las lagunas y divergencias las ha provocado muy pronto, demasiado, su líder Pedro Sánchez concibiendo desde el Grupo Parlamentario una extemporánea reprobación de la vicepresidenta Soraya Sáenz por la actuación policial, iniciativa inoportuna porque en política en momentos como este hay que tener claro que es lo esencial, y lo esencial es poner frente a la conciencia de los catalanes, españoles y resto del mundo, la intentona neofranquista de un ex alcalde de Gerona, Carles Puigdemont, que no viene sino a culminar 40 años llenos de cesiones y pasos atrás miedosos del Estado frente al diseño loco amasado por Pujol y continuado por Maragall o Mas.

Casi cuarenta años, como han dicho Alfonso Guerra o Rodríguez Ibarra, de cara amarilla, de sonrojo, de intentos allí para sustituir una política autoritaria, aldeana y cegata, de tiempos pasados, por otra.

Sin embargo lo que amenazaba con una declaración unilateral de independencia, que atajó en su tiempo una II República cuya bandera ingenua o ignorantemente agitan ahora algunos independentistas en flagrante cacao mental o de conocimientos históricos, ha devenido en los últimos días en una nueva sospecha de que todo podría arreglarse con dinero.

Se trataría desde el nacionalismo inventor y practicante del 3%, de negociar nuevas concesiones, quizá con la fuerza innegable de la movilización del 1 de Octubre, y abordar el cupo fiscal catalán, una versión del yo tributo, yo recaudo, y yo reparto, que como antigualla casi medieval permite que haya dos territorios, Euskadi y Navarra, que vivan muy por encima de los demás y sobre todo en el primer caso pacte con Madrid unas cuentas del Gran Capitán a cambio de votos en el Congreso de los Diputados.

Privilegios fiscales en forma de foros, o el uso de las competencias educativas en un entorno propicio, para criar generaciones concebidas en la afrenta y la revancha histórica, serían temas convenientes para replantear en este momento de la democracia española si se quiere que España pueda ser no ya un gran país, que parece mucho pedir, sino siquiera un país, cohesionado y moderno, capaz de ofrecer justicia social y mismos derechos y oportunidades, también obligaciones, claro, a sus ciudadanos.

Puede que al final, con tanto relativismo, llamadas al diálogo, y preocupaciones por la estabilidad de la economía, aquí los únicos palos, morales que son los más dolorosos y duraderos, los reciban los policías y guardias civiles que como carne de cañón la democracia española mandó a dar la cara en ese escaparate mundial de televisiones, otros medios de comunicación y redes sociales.

Y que todo se salde en una liviandad judicial, una política por razones de Estado, que vuelva a intentar tapar con un parche una boca insaciable e insolidaria, que en poco tiempo volverá a reclamar su ración de derechos (a recibir) y satisfacción de supuestos agravios continuamente rediseñados y reinventados, ya que también la capacidad de ceder y regalar por parte de la mayoría, nosotros, igualmente parece infinita.