Deja de cumplirse (quizá para siempre) una tradición que cuenta con más de 30 años: no habrá una competición de coches y motos preparados para el desierto que vaya desde París hasta Dakar, aunque en esta edición partían, como las últimas veces, de Lisboa. El Gobierno francés había advertido con contundencia a los organizadores de los riesgos del paso de la caravana por Mauritania, tras el asesinato de cuatro turistas franceses el pasado 24 de diciembre. El atentado, que se atribuyó enseguida a Al Qaeda, se consideró un aviso serio de que las células terroristas, que ya se habían mostrado efectivas en otras naciones del Magreb, como Marruecos o Argelia, podían aprovechar el rally más mediático para cometer un atentado que hubiera tenido, sin duda, repercusión mundial.

El clásico París-Dakar empezó siendo un desafío más entre la clase pudiente europea necesitada de nuevas emociones en territorios que fueron sus colonias. Pronto se popularizó y convirtió en un filón promocional para fabricantes de coches y para anunciantes, hasta convertir el rally en una empresa exitosa. Para contrarrestar las críticas de quienes censuraban su carácter neocolonial y perjudicial para el medio ambiente, acogió una caravana de solidaridad con asistencia médica para los aldeanos que asistían al paso de los bólidos por sus tierras. Pero la suspensión de la carrera no se debe a las críticas, sino a una presión política que sienta un precedente más preocupante. Que no se corra el Dakar es un triunfo para la propaganda del islamismo radical, que consigue protagonismo a costa de un acontecimiento deportivo, aunque esta vez se trate de uno de carácter privado.