La memoria tiene la sana o la mala costumbre de rememorar tiempo, hechos y acciones. En este país, como en otros, existe la memoria selectiva para juzgar, pero no se ausenta esta memoria para sentir. Y en el concepto de ese rememorar se podría contextualizar la entrevista en la tele pública de un personaje de la memoria terrorista (un tal Otegi), que en el ejercicio de la banalidad del mal, como bien señalaba la politóloga Hannah Arendt, en el juicio del dirigente nazi Eichmann todo se trivializaba porque había una causa, y esta era la de matar para hacer daño, herir, e intimidar y bajo esa intimidación subyugar a toda una sociedad. Y en esa banalidad del mal, también Eichmann estaba de acuerdo que el medio justificaba el fin -la causa de la sociedad segregacionista, violenta, y carente de dignidad humana-- hete aquí que estamos en pleno siglo XXI, y tenemos que ser testigos de esa banalidad del mal, y una vez más como escarnio contra las mil víctimas, y sus familias que sufrieron, en primera persona, el mal de la banda terrorista ETA.

Evidentemente no me voy a poner en el escenario de la libertad de expresión, que existe en este país, y se dio, ni siquiera en el escenario de unos hombres de paz, que no se arrepintieron ni arrepienten, que a pesar de practicar el absentismo de pasar por encima de tantas víctimas, se han asentado en el escenario de la política, pero eso sí con los rostros de miles de víctimas que conforman parte del relato del terrorismo padecido en este país.

Quisiera hablar de la obviedad, del sentimiento del dolor, del siempre postulado a favor de la dignidad humana. Escuchar palabras de paz de quien ha justificado la violencia puede ser tan irónico, como inaceptable. Escuchar el relato de sometimiento a quienes han dañado con muertes a la sociedad civil de nuestro país es toda una frivolidad. Escudriñar la memoria como un relato histórico ausente de violencia no merece ser paseado por medio de comunicación alguno, y si este es generado con los impuestos del trabajo de muchos españoles merecería un mínimo tono de reflexión.

El sentido de la normalidad no tiene nada que ver con el sentido de la justicia y la dignidad. Un pueblo no se dignifica con la normalidad de los violentos, sino se dignifica con el respeto máximo y el apoyo inequívoco de aquellos que fueron víctimas, por el empeño --en la inmensa mayoría de los casos-- en servir a su país, desde su condición de miembros y cuerpos de seguridad del estado. No cabe, por tanto, ni intercambios ni relatos de papeles. Este país sufrió la barbarie de la banda terrorista, este país acumuló demasiadas víctimas inocentes, y este país tuvo el zarpazo más cruel en tiempos en los que la democracia empezaba a sentir el respiro de poder manejarse en paz y libertad.

Este país siempre nos sorprende, nos sorprende porque es el que hace los homenajes y determina acciones más que en honor a alguien, por contraposición a alguien o a algo. Estos paisajes televisivos en la tele pública no ahuyentan el peligro de los violentos; muy al contrario, regenera sentimientos de indignidad e incomprensión para aquellos que hoy siguen en el recuerdo de la violencia terrorista, porque fueron marcados. Estaban en la línea de tiro de estos terroristas. Esta sociedad no debe ni puede hacer causa banal de la tragedia, y desmemoriar la memoria. Y por ello, el civismo que nunca es cinismo, nos debe llevar a todos a comprometernos con la memoria, la dignidad, y la justicia que estas víctimas se merecen. Que este recuerdo nunca sea esquivo hacia los que sufrieron, y a los que siempre debemos darles nuestro apoyo, con el propósito de no cubrir de indignidad lo que supone una reiteración del dolor vivido y compartido en tantas familias españolas.