Más que tristeza es melancolía. La inspiran esos adolescentes independentistas gritando indignados. No tienen ni repajolera idea de las ideas que tienen, ni de lo que les hacen hacer, pero da igual: lo importante es estar ahí, corriendo ante la policía, furiosamente vivos y libres (de toda duda) en la cresta de la ola del grito y la bandera común. ¿Quién no se ha dejado llevar alguna vez por estos tsunamis de romanticismo político?

Ahora, una cosa es que nos compadezcamos de esos chicos (después de encerrar a los aprendices de guerrillero que los pastorean), y otra que no sepamos ver como adultos el verdadero carácter de ese «tsunami» que, lejos de ser «democrático», no es sino una invocación a la vía de escape (o la cortina de humo con que escapar) más fascistoide del malhadado ‘procés’.

Que el independentismo más desesperado y esperpéntico -mezcla intergeneracional del nacionalcatolicismo catalanista de toda-la-vida y de (sus hijos pijos) los revolucionarios de las CUP- haya tomado momentáneamente las riendas exagera seguramente esos rasgos fascistas. Pero estos estaban ya ahí. No en vano la «lucha de liberación» de Cataluña es saludada desde hace años por los partidos de la ultraderecha nacionalista europea, que la ven como un hito más en el camino hacia la Europa de los Pueblos en el que andan empeñados.

La alusión constante a la Voluntad de poder del Pueblo para tomar las calles y pasarse el Estado de derecho por la bocamanga, la insistente vindicación del «hecho diferencial» pisoteado por los enemigos de la Patria, la queja invariable ante el expolio económico al que les somete la «potencia ocupante», y la bella promesa de que -liberados de ese lastre que somos nosotros- les espera un porvenir de prosperidad generalizada (o de revolución social para los más crédulos), representan la serie completa de relatos legitimadores del fascismo. Solo falta la gota de violencia -un solo y grave error policial, un primer muerto- para colmar el vaso de las excusas. No es fácil imaginar a personajes tan patéticos como Torra y Puigdemont fundando una República catalana, pero cosas más extravagantes -y terribles- han visto los siglos.

Ante esta amenaza, aún difusa pero cierta del fascismo, no solo en Cataluña, sino en otros lugares de Europa, todos, y especialmente la gente de izquierda, debemos persistir en defender lo que siempre hemos defendido, a saber:

El Estado plurinacional en que vivimos frente a regímenes nacionalistas basados en «hechos diferenciales» y uniformidades culturales y lingüísticas excluyentes. Nuestros principios (igualdad, solidaridad…) y nuestra lucha no admiten fronteras.

La negativa a «dialogar» mientras no se den las mínimas condiciones democráticas: el rechazo a la violencia y el acatamiento de la ley común. No se premia al violento que rompe las normas y amenaza con seguir haciéndolo hasta que se le haga caso. A las rabietas de un niño (consentido, ay, durante años) solo cabe responder con firmeza. La ley -lo único que nos protege frente a los tejemanejes de la oligarquía- está por encima de la fuerza, incluyendo la de la desobediencia civil-inducida-desde-el-poder que, en democracia, solo es legítima si el desobediente acata la sanción legal como muestra de respeto a las normas que nos amparan a todos -obedezcamos lo que obedezcamos-.

No más concesiones ni privilegios (alguno quedará por dar a Cataluña). Todo lo contrario: desde la izquierda exigimos una mayor redistribución fiscal de la riqueza de las regiones más ricas (Madrid, Cataluña, País Vasco), lograda gracias a privilegios históricos y políticos (y la mano de obra barata del resto del país), hacia las zonas más marginadas y atrasadas del Estado.

Derecho a decidir. Cataluña es de todos. Por ello, un referéndum de autodeterminación tiene que contar con la anuencia de la mayoría de los representantes de la ciudadanía reunidos en el Parlamento. Los independentistas solo pueden y deben hacer una cosa: acudir a esa asamblea común y persuadirnos. Lo demás es vencer sin convencer. Emoción sin razón. Simple voluntad de poder. Es decir: fascismo puro y duro. Y ante esa amenaza no podemos permanecer ni un día más indiferentes.

* Profesor de Filosofía