Periodista

Cada vez que viajo a Badajoz cumplo un rito: darme un paseo por la calle Prudencio López. Allí, a un paso del ayuntamiento, había a finales de los 70, no sé si también después, una pensión llamada La Roca donde he pasado las noches más frías de mi vida. Era una maravillosa casa de huéspedes donde vivían chicas del Frap, opositores tristísimos, empleados de prisiones y de banca y varias estudiantes entre las que se encontraba mi novia. Después de cenar la sopa de tomate y las pescadillas fritas de rigor y antes de la ducha caliente de cinco duros, nos sentábamos alrededor del brasero a escuchar cómo el señor Benigno, el patrón, contaba historias de la Guerra Civil y nos describía con preciosismo tenebroso los detalles más singulares de la toma de Badajoz.

Tras la charla y unas carantoñas, mi novia se iba a su cama y yo me marchaba a mi catre. Doña Flora, la patrona, me colocaba una cama turca en la sala de las visitas: una especie de pasillo ancho de techos altísimos y muebles muy nobles. Los fines de semana de enero y febrero, a pesar de que me tapaba con cinco mantas, tiritaba como jamás había tiritado nunca ni tirité después. El lunes volvía a Salamanca, donde entonces vivía, y aunque la temperatura bajaba diez grados, no pasaba tanto frío como en Badajoz. Y es que cada sitio está preparado para una situación: Badajoz, para el calor; Salamanca, para el frío; Santiago de Compostela, para la lluvia...

Cuando hace 35 grados, en Asturias todo el mundo abre las ventanas y claro, se asfixian. Pero si nieva, saben cómo abrigarse. En la provincia templada, al llegar el frío, nos quedamos descolocados porque no nos han educado para las heladas inmisericordes. Es lo que pasa en Cáceres, que señala el termómetro -3, las señoras salen a la calle con sus abrigos pitifrú de elegante paño o visón precioso y se hielan porque siempre quedan resquicios, huecos y escotes. Las damas de Amsterdam no le hacen ascos a un anorak de polartec para resistir el invierno. ¿Pero cómo se va a poner mi madre, una señora cacereña como Dios manda, una cazadora de sympatex para ir a tomar el vermú a La Colina ?

Mi padre, que nació en Asturias y pasó la infancia a un paso de Somiedo, está educado en la cultura del frío y se ha comprado una braga polar de color negro que lo aísla, lo templa y reconforta. Mi madre, habituada a la provincia templada, está escandalizada y ha vetado la braga: "No pienses que vas a ir así al Gran Café , no voy a permitir que hagas el ridículo". Y es que en la provincia templada, las señoras van siempre de peluquería y no se ponen gorros ni bragas porque les estropearían el pelo y porque lo de cubrirse la cabeza siempre fue así como muy de pueblo.

Si no hubiera pasado tanto frío en la pensión La Roca, seguramente hoy saldría a la calle con la calva al descubierto y preferiría la congelación a la falta de elegancia. Pero me bastó aquella experiencia casta y gélida para superar los prejuicios de la provincia templada. Desde entonces duermo con mi novia y salgo a la calle armado de braga y verdugo. Aunque mi madre no me invite a tortitas con caramelo en el Gran Café .