Los valores en los que son educadas las diferentes generaciones determinan en buena parte el desarrollo de la sociedad. De ahí la importancia de que el sistema educativo formal, por el que pasan todas las personas del futuro, sea siempre la máxima prioridad para los poderes públicos.

A las generaciones que nacimos en los albores de la democracia nos educaron bajo ideas como austeridad, esfuerzo, sacrificio y responsabilidad; la frase «no se puede tener todo» era una constante en las familias y en las escuelas. A las generaciones posteriores, nacidas ya bajo un régimen de libertades aparentemente consolidado, les ha llegado la idea contraria, es decir, que pueden tenerlo todo o, dicho de otra forma, que no tienen por qué renunciar a nada.

No voy a entrar tanto en el debate sobre qué tipo de educación es mejor —es obvio—, cuanto en el análisis de hasta qué punto viene influyendo este cambio educativo en la política contemporánea y, lo que es más importante, hasta qué punto puede influir en el futuro, en cuanto que esas generaciones educadas en la ausencia de frustración aún no han llegado al poder.

No es necesario llegar al poder para tener mucho poder, basta con que todos los nacidos aproximadamente después de 1989 sean un cuerpo social cada vez más grande para que influyan en las políticas públicas. Y en esas políticas públicas, que nos han llevado a la peor crisis económica desde 1929, es en las que me quiero detener. Para ser más preciso, no tanto en las que nos han traído hasta aquí sino en las que nos sacarán de aquí.

El sistema económico, el sistema político y el sistema educativo se han ido engarzando perfectamente respondiendo a unos mismos intereses: reconvertir a una ciudadanía ética y socialmente consciente en un cuerpo de consumidores cuya moral gira en torno a la cantidad de dinero que puede gastar. La búsqueda de felicidad ya no se hace desde un sistema ético sólido sino desde una cuenta corriente saneada.

DECIR CUÁL FUE el principio es complicado, pero parece bastante claro que el sistema educativo es producto de las condiciones socioeconómicas preexistentes, es decir, que cuando los niños nacidos tras la caída del Muro de Berlín empezaron a ser educados en que todo era posible, fue porque había una decisión consciente de los poderes públicos de construir la ilusión de que todo era posible.

La caída en cascada de la economía mundial formalizada con la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008 —una compañía fundada en 1850— demostró que no, que no todo era posible. ¿Qué es lo que falta, pues, para salir de esta crisis económica? Precisamente traspasar ese «no todo es posible» desde la evidencia económica hasta los poderes públicos y, por supuesto, hasta el sistema educativo.

Lejos de eso, la crisis se está alargando angustiosamente y nos está llevando a una fantasía letal: podemos volver al punto anterior a la crisis como si aquí no hubiera pasado nada. Claro que ha pasado. Ha pasado que el trampantojo de la felicidad humana a través de las tarjetas de crédito se ha desvelado en todo en su patetismo y en toda su sinrazón. Ha pasado que el «hombre consumidor» se ha demostrado fallido para construir sociedades sanas.

Y he aquí el gravísimo problema al que nos enfrentamos como sociedad global: sin el «hombre consumidor» el sistema no funciona porque la economía se gripa, y con el «hombre consumidor» el sistema no funciona porque la economía se gripa. Los poderes económicos quieren sostener como sea al «hombre consumidor» porque ellos saben cómo llevarse a casa los beneficios aunque el sistema se gripe. Somos todos los demás los que deberíamos estar interesados en volver a ser personas éticas y dejar de ser personas consumidoras.

Los valores predominantes constituyen el vértice del estallido de la crisis económica y el vértice de su solución. Dicho de otra forma: jamás saldremos de esta crisis sin renunciar a algo. La vida a crédito tiene un fin y ese fin ha llegado. El «hombre consumidor» tenía un límite y ese límite lo vimos hace diez años. Toca decidir a qué queremos renunciar. O si no queremos renunciar a nada y permanecer en esta crisis perpetua que nos empobrece mientras enriquece a un pequeño grupo de privilegiados.