De entre las muchas reflexiones, lúcidas y sabias, de José Mujica, ex presidente de Uruguay y referencia insoslayable de la izquierda contemporánea, hay una que resulta fundamental para pensar sobre el reciente fracaso de los partidos progresistas y su necesaria actualización para ganar el futuro: «La patología de izquierdas es el infantilismo. Es la confusión permanente de los deseos con la realidad».

Hemos visto recientemente un episodio de política real que ha desvelado hasta qué punto eso se evidencia en el día a día de la toma de decisiones. La ministra de Defensa, Margarita Robles —en lo que fue un error luego reconocido por Pedro Sánchez, con la consiguiente rectificación— puso en cuestión el cumplimiento de un contrato militar con el Gobierno de Arabia Saudí. De esta manera, el PSOE abría desde el Gobierno de España un debate muy incómodo para la izquierda, que consiste en definir a quién se vende armas y para qué y, yendo más allá, si las armas son necesarias o si hay que gobernar para que desaparezcan.

En este debate, como es natural, entró Podemos, partido que se sitúa supuestamente a la izquierda del PSOE y que es imprescindible en este momento para sostener el Gobierno de Pedro Sánchez. Lo interesante de su aportación es que se dividió en dos: quienes acusaban al Gobierno de colaboracionista con los crímenes de guerra de Arabia Saudí por venderle armas, y quienes afirmaban que no se podía romper el contrato con los árabes porque eso pondría en riesgo miles de puestos de trabajo en Navantia, sociedad pública de construcción naval que vende embarcaciones a la dictadura saudí. La explicación es sencilla: la mayor parte de esos puestos de trabajo se encuentran en la Bahía de Cádiz, y el alcalde de Cádiz es de Podemos (José María González Santos, ‘Kichi’).

El infantilismo al que se refiere Mujica consiste en creer que por querer la paz en el mundo, la paz en el mundo se hará posible. Pero eso no es verdad. No solo no basta con quererla, sino que tampoco basta con que un partido político trabaje por ella, ni siquiera es suficiente con que un país entero la pretenda. La paz en el mundo es un asunto que va mucho más allá de lo político, y hunde sus raíces en algunas de las cuestiones filosóficas que el ser humano viene desarrollando desde la Grecia clásica. Creer que por exclamar «¡Sí se puede!», la utopía se hará realidad, es la mejor manera de llevar a la ciudadanía a la frustración y, de la frustración, al desentendimiento completo de la política como camino para transformar efectivamente la realidad y, por tanto, al conservadurismo.

Dicho de otra manera: para que realmente «sí se pueda», primero hay que gritar «¡No se puede!». Un Gobierno no puede romper un contrato firmado con otro país por el Gobierno anterior. No se puede porque las consecuencias de romperlo son peores que las de no romperlo. Es un ejemplo perfecto de lo que el sociólogo Max Weber habría llamado «ética de la responsabilidad» que, en este caso, se ha acabado imponiendo a la «ética de la convicción».

Progresar es mucho más difícil que estancarse. Por eso la izquierda lo ha tenido, lo tiene y lo tendrá siempre más difícil que la derecha. Está obligada a jugar sus cartas políticas en un margen muy estrecho. No debe caer en el infantilismo, pero tampoco debe quedarse en el «No se puede».

En este ámbito, el reto del Gobierno de Sánchez sería: tener una posición propia (PSOE) en cuanto a la participación de España en los conflictos armados internacionales y una propuesta de pacificación a largo plazo; hacer inventario y cálculo de los recursos propios necesarios para poner el plan en marcha; convencer a la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno para convertir esa propuesta en ley; luchar diplomáticamente para que salga adelante en el ámbito internacional; finalmente, explicar todo esto debidamente a la ciudadanía.

Si no es para hacer eso, es mejor no hacer nada. Para poder cambiar el mundo, lo primero que hay que aprender es que no se puede cambiar solo, ni se puede cambiar mañana, ni se puede cambiar con declaraciones. Un «¡Sí se puede!» que no sea puro populismo parte de la conciencia del «¡No se puede!» y ha de plantearse como un reto intelectual y político de primera magnitud, no como un eslogan.