Desde que la pandemia comenzó a poner nuestras vidas del revés, hemos escuchado ensalzar, por activa y por pasiva, la capacidad de resistencia de nuestros pequeños, capaces de sobrellevar con buen espíritu las rigideces del confinamiento con el que hemos tratado de contrarrestar los envites del coronavirus, una muralla defensiva más propia de la Edad Media que del siglo XXI.

Algunos padres incluso han querido encontrar el lado positivo a convivir 24 horas al día con sus retoños, a los que la crisis socio-sanitaria les ha impedido realizar actividades mundanas como acudir al colegio, jugar en el parque, participar en cumpleaños o visitar a los abuelos.

Pero, más allá de ese espíritu positivo de algunos padres -demasiado positivo, sospecho-, me cuesta encontrar algo digno de reseñar teniendo en cuenta que nuestros hijos van a perder seis meses de escolarización, con el consiguiente frenazo de su etapa formativa por mucho que los profesores se hayan esforzado en ayudarnos vía telemática desde su casa (en no pocas ocasiones, interrumpidos una y otra vez por sus propios hijos). De manera fraternal, profesores y padres hemos sido ambas cosas a la vez.

Si a los niños se les ha aplicado el calificativo de «héroes» por su buena predisposición al confinamiento (circunstancia que casa mal con esa etapa de expansión que es la infancia), ¿qué podríamos decir de los padres con niños pequeños, esos en quienes la inmensa mayoría no repara? Trabajar desde casa, ocuparse de la limpieza y la compra, hacer deberes con sus hijos y asistir en algunos casos a los familiares mayores ha fundido la agenda y las energías de esta abnegada generación de padres covid-19.

A estos padres les quedan -nos quedan- al menos tres meses de lucha contra la adversidad. Intuyo que somos mayoría los que estamos deseando que nuestros hijos dejen de ser héroes y vuelvan a ser lo que les corresponde: niños.

*Escritor.