El Premio Nobel de Literatura ha recaído en la escritora canadiense Alice Munro , un nombre que ya venía sonando desde hace años pero que esta vez no figuraba en un lugar destacado en las quinielas habituales, donde sí se imponía la figura de Haruki Murakami . Una sorpresa relativa, pues, y la confirmación de un enorme talento discreto que ha basado su trayectoria en un trabajo al margen de los fastos literarios. Mujer y básicamente cuentista, centrada en el relato breve (13 recopilaciones y una novela), Munro se aleja de los habituales parámetros del Nobel. Aporta una visión del mundo --a partir de su propia región, Ontario-- que se convierte en universal porque describe y aborda las grietas de la vida cotidiana que pueden conducirnos, a través de pequeños detalles, hasta la desesperación y el vértigo de la caída libre o hasta la toma de conciencia, dolorosa, de la propia existencia.

En obras como Las vidas de las mujeres, El progreso del amor, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio o las más recientes La vista desde Castel Rock, Demasiada felicidad y Mi vida querida, la prosa porosa y envolvente de Munro nos ofrece un universo de pequeñas insatisfacciones que esconden el poso de la tragedia, a la manera --como muchos han querido ver-- de Chéjov , gracias a una fijación por lo mínimo que es en apariencia intrascendente y que acaba por imponer su ley. Un Nobel justo que premia una carrera literaria que estéticamente nos atrae y que nos interpela moralmente.