Creen ustedes en los Reyes Magos? ¿Creen en su existencia carnal? Yo sí. Por varios motivos. Creo en que viven y se mecen en los recuerdos de los vivos. Creo porque creo que un alma nos aletea dentro. Creo porque dejar de creer es dejar de vivir. Creo porque los padres nunca engañan. Y creo porque, ahora que no tengo padres, puede que los reyes sean los padres. Bastaría eso para creer. Pero hay más.

Creo porque las lamas de madera oscura de las persianas de mi cuarto baten cada cinco de enero tensando la espera. Baten desde que tengo uso de razón. Y las recuerdo batir desde que puedo recordar. Baten como cuando era niño. Cuando esperaba enfebrecido los regalos; los que tanto ansiaba. Allí, en mi cama, a solas con mis miedos, cada suspiro un anhelo, oía cómo batían las lamas oscuras de las persianas empujadas por el viento de invierno. Y, de repente, en aquella espera, descubrí que existía la noche, y que era larga, y que parecía estar deshabitada; que era oscura salvo por la tenue luz de una farola que, en la penumbra, se colaba entre las lamas, iluminaba el cuarto, y me recordaba que estaba solo, papel pintado y dos mantas, indefenso, a la espera de los Reyes Magos. ¿Por dónde entrarían? ¿Por la puerta o por el balcón? O acaso, en su suprema majestad, en el ejercicio de su todopoderosa voluntad, quisieran entrar por entre los resquicios de las lamas oscuras de aquellas persianas de madera; exactamente igual a como entraba por entre ellas la luz tenue, la noche deshabitada y el descubrimiento terrible de la soledad que reina donde no reinan los Magos de Oriente.

¿Quién se bebía el brandy? ¿Quién se comía los mazapanes? ¡Quien sino los Reyes! Y quien diga lo contrario no ha tenido padres, ni la mano fuerte de un padre en la mano, ni el beso dulquérrimo de una madre en la mejilla. Yo sé quién se bebía el brandy y quién se comía los mazapanes porque he sido padre también. Ahora sé por dónde entraban y, porque lo sé, ahora creo en ellos, en que existen, en que me viven dentro cada vez que baten las lamas de las persianas de mi cuarto. Las que no tengo, pero siguen batiendo cada noche de Reyes.

Y creo porque este año quien puede ha tenido a bien mandarme servir al rey Melchor a su paso por Badajoz. Es evidente que nadie puede ser edecán o mayordomo de quien no existe. Y desde el día en que me nombraron tal, las lamas me traquetean por dentro como si fuera ya cinco de enero, las tinieblas todo lo envolvieran, y el corazón de viejo me latiera con latido de niño. ¿Es o no es para creer?

En unas horas conoceré a Melchor. A Gaspar, a Baltasar. Cara a cara. Con los ojos que me presten los niños. De momento voy recogiendo los pedidos. Salud, por supuesto, que no hay quien no la pida. Amor, que se pide menos, pero tampoco debiera faltar. Una primitiva de seis aciertos para Fran Gil (no dice nada del complementario). Unas zapatillas Búffalo para mi hija Irene. Para Felipe Albarrán, un escáner bueno capaz de escanear negativos fotográficos (literal). Para Arturo Regalado, una cataplana de aluminio con revestimiento interior antiadherente. Juanma Cardoso, un madelman (y que alguien le invite a comer en Atrio). Anabela un globo terráqueo y su hermana Bianca un bebé mocoso (o lloroso, no estoy seguro). Hitos una brújula para no perderse. Alfonso Sánchez Rubio, carbón para la locomotora (no sabía que tuviera una). Carlos García-Latorre se conforma con que no os llevéis nada y Paco Dios con seguir currando. Tony Méndez pide que nos sigamos viendo y Ángel Llinas no os pide nada porque es republicano. Y yo, como Jerónimo Barahona (y 1.905 más), que nuestro Badajoz ascienda; eso y que las lamas no dejen de sonarme en el pecho cada noche de reyes.