Ningún año quieres venir, porque siempre ocurre lo mismo, aunque prometas a tu mujer cien veces mirándole a los ojos, y otras cincuenta mirándote al espejo del baño, que no, que no entrarás al trapo y tu cuñada no conseguirá lo que Nochebuena tras Nochebuena consigue: sacarte de tus casillas.

Pero no estás dispuesto a aguantar pacientemente los consejitos que da a tu mujer sobre cómo educar a tus hijos; y de cómo acuartelarte a ti, como si fueses un marido subversivo. Así que tú, hombre pacífico y divertido casi siempre, de nuevo estás aquí, sentado a una mesa de diez personas, poniéndote a la defensiva, adoptando la estrategia de la cobra, tú pincha que yo te espero a que te descuides y te la clavo. Entonces ella se retrae emponzoñada, replicando que eres un resentido y no se te puede decir nada. ¡Já!, como si no la conocieras. Y su marido callado, hartándose de langostinos. Más valdría que le pusiese un bozal a su mujer, así cenaríamos más tranquilos todos.

Por otro lado tu suegra pone su pizca de picante a la cena protegiendo diplomáticamente a tu cuñada. Que lo que ha dicho ha sido con buena intención; que, hombre, nunca está mal dar un buen consejo. Y tú aconsejas a su vez a tu suegra que le diga a su otro yerno que ate en corto a su mujer o te levantas de la mesa. Entonces el marido de tu cuñada entra en combate y cruza contigo varios disparos. Y tu mujer intenta sofocar el fuego con el agua bendita que comienza a caer de sus ojos. Joder, y encima siempre es tu mujer la que termina llorando.

En estas que llega tu cuñado soltero de no se sabe dónde, aunque sí cómo: beodo como una cuba. Y claro, tu suegro se hincha de indignación y comienza a reprenderle. Ambos mantienen una acalorada disputa que tu suegra detiene en seco dando un manotazo en la mesa.

Un silencio sepulcral invade el salón. Tras el cordero llegan los postres navideños y el cava. Tu suegro alza una copa de cava e invita a brindar. ¡Por la Nochebuena! Y brindáis. Un año más.

* Pintor