No podemos comparar la crisis sociosanitaria generada por la covid-19 con la mal llamada peste española, que se cobró la vida de 40 millones de personas. Como suele decirse, las comparaciones son odiosas, y en este caso serían, además, injustas. Ya quisieran los que padecieron la gripe del 18 estar en nuestra situación, sobreviviendo confinados con relativa comodidad mientras vemos series en Netflix, leemos los libros que llevaban meses descansando en la mesita de noche o seguimos clases de yoga o de guitarra en YouTube.

No podemos compararnos con situaciones que fueron estadísticamente hablando mucho más trágicas, pero sí podemos compararnos con la sociedad que éramos a principios de marzo, cuando podíamos salir al campo, viajar a nuestra segunda residencia, acudir al gimnasio o hacer footing sin miedo a que la policía nos multara o que incluso nos detuviera por delito recurrente.

El mundo occidental no está acostumbrado a que las pandemias nos separen de esa zona de confort en la que, en mayor o menor medida, vivíamos, esa mullida atalaya tecnológica desde la que contemplábamos las crisis sanitarias como algo ajeno a nuestro mundo inmaculado.

Me ha tocado sufrir esta pandemia en el barrio más poblado de la ciudad española más castigada por el coronavirus. Creo que nunca olvidaré esa estampa, repetida durante semanas, de un barrio antaño vitalista, reconvertido en un ente fantasma, con apenas unos cuantos zombis por la calle pertrechados con máscaras y guantes, dispuestos a hacer la heroica compra del día. Pero si algo me ha impactado son esas noches oscuras, cuando sacaba a la perra, y todo lo que se escuchaba era un silencio trágico y ominoso de cuento de Allan Poe, tan solo interrumpido, cada dos minutos, por las sirenas de las ambulancias y los coches de policía.

El mundo, tal como lo conocíamos, ha muerto. Ahora nos toca resucitarlo, y a nosotros con él.

*Escritor.