La península más occidental y variopinta de antiguo Mare Nostrum, fue siempre, para los pueblos ribereños de los tres continentes, una tierra lejana, agreste y misteriosa cuyos promontorios, ensenadas y arriscadas costas se miraban siempre con temor por parte de los navegantes que la circundaban; desconfiados y temerosos de los extraños seres y monstruos que pudieran habitar en ella.

Cerraba, con enormes farallones de rocas y acantilados, las tranquilas aguas del mar interior; abriendo en su extremo más meridional un estrecho y peligroso portillo de intensas corrientes marinas, que los griegos llamaron "Las Columnas de Hércules", en donde reinaban ya los vientos y tempestades provocadas por "Océano", el hijo rebelde de Neptuno que pagaba con encrespado oleaje y abismos insondables a los arriesgados navegantes que se aventuraban a salir por entre estas columnas del universo entonces conocido.

Por ello, quizá el primer nombre que se asignó a esta tierra, lejana y oscura fue Atlantis --La Atlántida, como la nombraba Platón --; aunque su destino debió ser desaparecer, por un cataclismo sísmico, en el fondo de los océanos. Los mismos navegantes griegos también la llamaron Hesperia, la remota isla que cerraba el occidente, a la que muy pocos se atrevían a explorar, ni siquiera desde lejos; aunque la leyenda mitológica situara en ella "El Jardín de las Hespérides", una especie de "paraíso terrenal" con su correspondiente árbol de manzanas de oro que daban la sabiduría y la inmortalidad.

Con mayor base documental, aunque también rodeado de leyendas y personajes mitológicos, aparece el nombre de Tartessos como primera denominación de nuestra península; aunque esta vez fueran marinos y comerciantes fenicios, egipcios o hebreos los que llegaran a las costas gaditanas, en las bocas del gran rio Tartessos, los que se aventurasen en el inmenso reino del Rey Gerión , o del de Argantonios --el hombre de plata-- para comerciar y obtener grandes cantidades de este metal para troquelar los primeros dineros que se conocieron en aquellas ciudades de mercaderes. Incluso en la Biblia israelita se habla de "Tarshis" como la gran ciudad occidental. Estos mismos navegantes y mercaderes fenicios que comerciaban con el rey Salomón (Sulaym n para los musulmanes), llamaron a la península Sphan o S phar, las raíces lingüísticas más primitivas que dieron, en posteriores etapas históricas: Hispan-Hispania, de la que ya hablaremos; y Sêpharad, con la que siempre designó a nuestra tierra el pueblo de Jacob , uno de los primeros que la habitaron, que se siguen llamando sefarditas o sefardíes en la actualidad.

XPEROx en la historia real de los contactos de los navegantes griegos con los pueblos que habitaban sus costas, fueron surgiendo nombres y áreas de ocupación que respondieron con mayor exactitud a la presencia humana en la Península; así los griegos comenzaron a hablar de Iberia y Celtiberia como grandes áreas culturales de la costa y del interior de la Península.

Hispania fue su nombre latino; en principio dividido en dos provincias; Hispania Citerior e Hispania Ulterior, que marcaban la mayor cercanía o lejanía de Roma; hasta que Augusto la dividió en tres; Bética, Tarraconense y Gallaecia y Diocleciano en cinco; Bética, Tarraconense, Cartaginiense, Gallaecia y Tingitania, incluyendo en Hispania todo el norte de Marruecos.

Solamente con la ocupación musulmana se modificarían los grandes topónimos históricos para designar a esta gran península; pues creyendo que había sido siempre la cuna de la Vándalos, los bereberes númidas que llegaron con las huestes de T riq y de Mûza ibn Nûsair , en el 711, comenzarían a llamar Al-Vandalus o Al Andalus al conjunto de la Península, cambiando y arabizando igualmente el resto de los topónimos romanos y visigodos.

El definitivo nombre de España, con el que hoy designamos a nuestra patria, fue un invento mozárabe salido de la mala pronunciación de su nombre latino. Aún así, en la Edad Media se empleó muy poco en crónicas y romances; hasta que en el siglo XVIII, el rey Felipe V decidió llamarse Rey de España en vez de la retahíla de reinos y señoríos que los monarcas anteriores solían añadir a sus títulos de poder.